«… curandero del alma, curandero /
que me quitas pecados… si hay dinero. /
¡Qué le diré a San Pedro si por no darte un cobre, /
subo al cielo sin misa, sin bendición y entero, /
llego entonces con todos mis pecados de pobre!».
Manuel del Cabral
Alguien dijo que la vida es una enfermedad mortal que se contagia sexualmente. Los que tienen suerte o quizás mala suerte suelen vivir hasta una avanzada edad. Esa edad que con el paso de los años se convierte en lo que Augusto Roa Bastos llama «la enferma edad».
Aparte de los quebrantos, achaques y dolencias, la «enferma edad» trae aparejadas un sinfín de preocupaciones. Para los creyentes, la más acuciante de todas es quizás la de la salvación. Es decir, la salvación mediante la previa redención de los pecados, sin la cual la salvación no es posible en la mayoría de los casos.
En otra época todo era más fácil, menos complicado, expedito. El papa era dueño del cielo, o por lo menos administrador, y ejercía su autoridad en una buena parte de la tierra. El papa era dueño de la iglesia de Cristo, tenía en sus manos las llaves del reino. A través de sus intermediarios uno podía negociar el perdón y la salvación. Podía adquirir indulgencias.
Según los entendidos las indulgencias no eran, como piensan los malpensados, una operación mercurial, una compra y venta del perdón, eran una manifestación de clemencia, de tolerancia, de espíritu redentor, una concesión espiritual, no material, de la gracia.
La iglesia poseía y posee el más grande tesoro del mundo, el llamado tesoro de los méritos sobrantes. A través de los siglos, santos y mártires habían acumulado infinitos méritos, méritos de sobra para alcanzar la salvación, y ese sobrante se depositaba precisamente en el tesoro de los méritos. En el banco del tesoro de los méritos sobrantes están depositados, aparte de los méritos de los mencionados santos y mártires, el mérito de Cristo, el de los apóstoles y el de la sagrada familia y quizás hasta el de María Magdalena.
El papa, el hombre que tiene el poder de las llaves, contaba pues con un excedente inagotable de mérito que podía emplear, distribuir según su mejor criterio. En caso de necesidad podía usarlo y lo usaba discrecionalmente. Nadie podía culparlo por canjear una parte insignificante del infinito tesoro de los méritos por bienes materiales. Por muy espiritual que fuese la misión de la iglesia el dinero siempre hacía falta.
Una indulgencia podría ser considerada como una transacción espiritual, una extracción de mérito sobrante que se otorga a alguien de mérito faltante a cambio de una cierta suma. Es una gracia que concede el vicario de Cristo, su representante en la tierra, su embajador plenipotenciario. Una obra de caridad por donde quiera que se le mire.
La redención de los pecados y la salvación de las almas por medio la indulgencia no sólo favorecía a quienes se les otorgaba, contribuía incluso a la realización de obras de bien social.
Sin las indulgencias, por ejemplo, no habría sido posible emprender la construcción de la monumental basílica de San Pedro sobre la tumba o supuesta tumba del santo en la colina Vaticana. Las malas lenguas afirman que San Pedro no murió ni estuvo nunca en Roma, pero el asunto no reviste mayor importancia. La fe mueve montañas y una tumba puede estar en el lugar que la fe determine.
Fue el santo padre Julio II quien dio inicio el 18 de abril de 1506 a la magna realización arquitectónica, que no terminaría de construirse hasta el 18 de noviembre de 1626, más de un siglo después.
Durante el pontificado de Julio II, sin embargo, no fue mucho lo que pudo hacerse. El impulso decisivo lo recibiría del santo padre León X. El inspirado pontífice lanzó una campaña de indulgencias que permitiría el verdadero despegue la obra, pero también tuvo consecuencias muy negativas. León X era familia de banqueros y manejó la iglesia como un banco, incluso la dejó en quiebra. La institución de las indulgencias sufrió un serio desprestigio y se produjo una ruptura en la unidad de la cristiandad. Los entendidos afirman, sin embargo, que el papa tenia las mejores intenciones.
Con la mayor buena fe, el papa León adjudicó la administración de los cuantiosos recursos que generarían las indulgencias a una hermana (es decir, a una persona de su mayor confianza) y al joven príncipe alemán Alberto von Hohenzollern, mientras que los dominicos, encabezados por el monje Johann Tetzel, estarían a cargo de la predicación, de la propaganda a favor de la compra de indulgencias y también de la venta.
Lamentablemente Alberto no era una persona de fiar y el monje Tetzel se excedía en su celo. Alberto era obispo de Halberstadt y de Magdeburgo y quería ser y logró ser arzobispo de Maguncia, se convirtió en una de las más poderosas figuras eclesiásticas de Alemania. Alberto no tenía, según el derecho canónico, ni edad ni méritos para ocupar esas dignidades, pero tenía dinero y el apoyo de grandes banqueros. Se decía que los obispados de Halberstadt y de Magdeburgo los había adquirido acogiéndose a la práctica de Simonía, la compra de cargos eclesiásticos.
El arzobispado de Maguncia lo negoció al parecer directamente con el ingenuo León X. La transacción, no obstante, fue realizada en términos canónicamente impecables, si así se puede decir. El papa pidió doce mil ducados, una cifra apostólica equivalente a mil ducados por apóstol. El príncipe ofreció siete mil, a razón de mil ducados por cada pecado capital. Finalmente acordaron diez mil ducados, el equivalente de mil ducados por cada mandamiento. El príncipe pidió prestado a los banqueros y pagó a los banqueros con parte del dinero de las indulgencias. La campaña de indulgencias involucraba, pues, a banqueros y empresarios y altos miembros del clero alemán y a predicadores como Tetzel, que carecía completamente de escrúpulos. Tetzel se convirtió en el vendedor estrella de indulgencias. Incluso había acuñado un lema, un eslogan publicitario para la campaña. Promovía las ventas de indulgencias y la inmediata salvación de las almas del purgatorio asegurando que «Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela».
Para colmo, dicen que en una ocasión le ofrecieron comprar una carta de indulgencia, un perdón anticipado para redimir un pecado que aún no había sido cometido y el muy ladino aceptó. Recibió la suma convenida y otorgó la indulgencia. Luego, el mismo comprador le dio una merecida paliza y le quitó el dinero. Ese era el pecado para el que había comprado la indulgencia.
Todos estos excesos provocaron a la larga la ira de un tal Martín Lutero y el inicio de la reforma protestante y de las feroces guerras de religión.
La iglesia prohibió más adelante el otorgamiento de indulgencias a cambio de dinero y prácticas deshonestas, pero no la doctrina y la práctica de las indulgencias en sí mismas. Por el contrario, se reafirmó en un concilio el provecho de su uso para los cristianos, bajo amenaza de anatema contra sus detractores.
En esa época, sin embargo, ya el papa y la iglesia habían perdido el monopolio del cielo y los pecadores perdimos una vía expedita para la expiación de los pecados. Los trámites son ahora engorrosos y el precio se ha disparado.
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