En un país que el Gobierno insiste en exhibir como faro de estabilidad y crecimiento en el Caribe, la realidad cotidiana desmiente el discurso. No se trata de una crisis de cifras abstractas, sino de pura supervivencia. El costo de la vida se ha disparado en los últimos años, y lo que antes era un desafío económico se ha transformado en un verdadero asalto a la dignidad humana. Mientras los informes oficiales hablan de “inflación controlada”, los colmados, las estaciones de combustible y los recibos de electricidad cuentan otra historia: la del empobrecimiento progresivo de miles de familias.
Es como si nuestra economía navegara en un Titanic caribeño: arriba, la orquesta de las estadísticas toca melodías tranquilizadoras sobre un 3.4 % de inflación interanual en julio de 2025; abajo, en la bodega donde sobrevive el pueblo llano, las aguas de la devaluación y los precios desbordados inundan cada rincón. Esa es la experiencia diaria de millones de dominicanos que ven cómo el dinero se evapora antes de llegar a fin de mes.
Los aumentos recientes son alarmantes. El arroz pasó de RD$21.10 en 2020 a RD$45.50 en 2025 (+116 %); el aceite, de RD$262 a RD$794 (+203 %); el café, +296 % en el mismo lapso. La canasta familiar se ha encarecido entre RD$46,716 y RD$76,190, según estudios oficiales y privados. Sin embargo, dos salarios mínimos apenas cubren un 70 % de ese costo. La consecuencia: la clase media se ahoga y los más pobres quedan condenados al hambre.
El peso dominicano, mientras tanto, ha perdido valor hasta rondar los RD$63 por dólar. En una economía altamente dependiente de importaciones, cada punto de devaluación se traduce en comida más cara, en combustibles más costosos y en energía eléctrica inalcanzable. Los salarios mínimos de RD$10,000 —que todavía persisten en nóminas estatales— son, en la práctica, una condena a la miseria. ¿Cómo cubrir transporte, alimentos y medicinas con ingresos que no alcanzan ni para la cuarta parte de la canasta básica?
La deuda pública añade peso a la travesía. En 2025, cada dominicano carga con US$7,191 de deuda; el 29 % de los ingresos tributarios se consume solo en intereses. Es como remar con un ancla atada al cuello: cada paso adelante hunde más al país en el pantano del endeudamiento.
El Gobierno ha respondido con parches: “subsidios” al combustible, decretos de austeridad simbólicos y prohibiciones que más parecen titulares que soluciones. Sin embargo, el gasto corriente continúa inflándose y la deuda crece. Mientras países como Panamá apuestan a la transparencia en subsidios y El Salvador contiene el gasto público, República Dominicana repite el mismo círculo de endeudamiento y despilfarro.
La historia no es exclusiva de nuestro país, pero aquí la severidad es mayor. Solo Ecuador supera a República Dominicana en el costo de la canasta básica en la región (US$798 vs US$746). Para millones de hogares dominicanos, sobrevivir es como respirar con un tanque de oxígeno que se vacía demasiado rápido.
No podemos seguir premiando el derroche y castigando el esfuerzo. La crisis del costo de la vida no es una fatalidad inevitable: es la consecuencia de decisiones políticas erradas, falta de disciplina fiscal y ausencia de transparencia.
Propuesta urgente: el primer paso consistiría en auditar y disminuir el gasto que no es eficiente: suprimir entidades duplicadas, detener los gastos innecesarios y hacer transparentes todos los subsidios. Para prevenir un endeudamiento excesivo, se deberían instituir límites de deuda y normas automáticas. Del mismo modo, los salarios deben ser justos y estar indexados a la inflación real: asegurar que el ingreso mínimo cubra por lo menos la canasta básica de una familia. Es esencial promover la producción estratégica nacional, fomentando la agroproducción y reemplazando las importaciones fundamentales. Los funcionarios que falseen cifras o violen las normas fiscales deben recibir sanciones efectivas y ser llevados ante la justicia. Se podría hablar de una reforma tributaria progresiva y sencilla después de que se apliquen estos cambios: incrementar la base de contribuyentes sin asfixiar a los más pobres.
El bienestar de una nación no se mide en informes de prensa ni en balances macroeconómicos: se mide en la mesa servida de sus familias humildes. No podemos seguir navegando un barco sin rumbo, sobrecargado de deuda, devaluación e inflación. La hora de actuar es ahora.
La economía no son solo números: es la desesperanza en los ojos de una madre que no sabe qué dará de comer mañana. Si no enderezamos el timón, el naufragio será inevitable. El tiempo de las excusas terminó: el Gobierno debe rendir cuentas.
¡¡¡Juntos podemos!!!
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