El voluntariado dominicano es un reflejo vivo de la identidad solidaria de nuestro pueblo. En cada rincón del país, desde las comunidades rurales hasta las grandes ciudades, encontramos hombres y mujeres que dedican su tiempo y talento a construir un futuro mejor. En el corazón de esa tradición está la convicción de que servir a los demás no solo transforma a quien recibe la ayuda, sino también a quien la brinda, fortaleciendo el tejido social en su conjunto.
Fue especialmente emocionante para mí ver a Taty Méndez de Uribe recibir el Premio Julia, nominada por AFS Intercultura. Con más de tres décadas de servicio, doña Taty ha inspirado a generaciones de voluntarios gracias a su entrega, su liderazgo y su capacidad de tender puentes entre culturas. Ella encarna la esencia del voluntariado en la adultez mayor: una valiosa combinación de experiencia, sabiduría y constancia que fortalece a nuestras comunidades.
Iniciativas como el Premio Julia, impulsados por la Fundación NTD, constituyen un verdadero acierto, un logro que merece reconocimiento a quienes lo han hecho posible. No solo hacen visible el voluntariado en nuestra sociedad, sino que también reconocen la hermosa labor de personas que, con entrega solidaria, han dedicado sus vidas a una misión social. Estas acciones ejemplares nos recuerdan que el voluntariado no es únicamente servicio, sino también visión de país y compromiso con la humanidad.
La historia del voluntariado en la República Dominicana no se escribe únicamente con nombres propios, sino también con instituciones que han sido guardianas de la solidaridad a lo largo del tiempo. Durante una visita reciente al Patronato Nacional de Ciegos, sobre la que compartiré más detalles en un futuro artículo, escuché con atención a su presidenta, doña Mirka Morales, hablar con pasión del impacto acumulado en décadas de trabajo. Lo mismo ocurre con entidades de larga trayectoria como la Fundación Salesiana, el Patronato contra el Cáncer o la propia AFS Intercultura, que celebra ya más de 64 años de presencia en el país. Estas instituciones son testimonios palpables de cómo el voluntariado sostenido en el tiempo logra transformar vidas y comunidades enteras.
Ahora bien, es fundamental aclarar que voluntariado y filantropía no son lo mismo, aunque se complementan profundamente. La filantropía aporta los recursos; el voluntariado los convierte en acción concreta y los canaliza hacia donde más se necesitan. Sin el uno, el otro pierde fuerza. De esta manera, el voluntariado se convierte en la energía humana que permite que la filantropía trascienda los números y se traduzca en resultados visibles en la vida de las personas.
La experiencia internacional nos ofrece aprendizajes valiosos. En los países escandinavos, por ejemplo, la cultura del voluntariado está estrechamente vinculada a sociedades más cohesionadas, seguras y con altos niveles de confianza social. Y no es casualidad: cuando los ciudadanos se involucran activamente en causas comunes se fortalecen los lazos comunitarios y se incrementa la resiliencia nacional. Este mismo principio puede y debe aplicarse en nuestro contexto dominicano.
De cara al futuro, necesitamos impulsar lo que podríamos llamar un “voluntariado 2.0”: una versión renovada y adaptada a los desafíos de nuestro tiempo, que se nutra de la filantropía moderna, de la innovación social y del compromiso intergeneracional. Un voluntariado que no solo responda a necesidades inmediatas, sino que también contribuya a construir estructuras sólidas y sostenibles dentro de nuestras organizaciones sociales. Que las entidades más fuertes amplíen su impacto y que las emergentes reciban el apoyo necesario para madurar institucionalmente.
El reto está en articular los tres grandes actores que deben impulsar este movimiento: el Estado, el sector privado y la sociedad civil. El Estado puede generar marcos legales y políticas públicas que fomenten el voluntariado, como ya lo hace la Ley 61-13 de Voluntariado. El sector privado tiene la posibilidad de integrar el voluntariado corporativo en sus estrategias de sostenibilidad, destinando recursos a proyectos ejecutados por entidades sociales, vinculando así sus metas empresariales con el bienestar común. Y las organizaciones sociales tienen la misión de seguir siendo espacios de participación ciudadana que canalicen la energía solidaria de miles de dominicanos.
En este escenario, la celebración de reconocimientos como el Premio Julia no solo honra trayectorias individuales, sino que nos invita a reflexionar sobre el peso que el voluntariado tiene en la construcción de un país mejor. Cada hora de servicio voluntario es, en realidad, una inversión en cohesión social, en seguridad ciudadana y en el fortalecimiento de la democracia.
Hoy más que nunca, la República Dominicana necesita reforzar esa cultura. No se trata de actos aislados o de gestos momentáneos, sino de un compromiso continuo que nos permita enfrentar juntos los grandes desafíos nacionales con unidad y esperanza. Porque, en definitiva, el voluntariado es la chispa y la filantropía es el combustible: juntos iluminan el camino hacia una sociedad más justa, más segura y más solidaria.
Compartir esta nota