Tras las dos guerras mundiales gran parte de nuestra generación se acostumbró a pensar que los grandes conflictos eran cosa del pasado. Durante décadas, Occidente miró hacia otro lado, relegando a un segundo plano guerras “menores”, ya fueran de descolonización u de otra naturaleza.
Pero 2024 confirmó que aquello era solo una ilusión. El año cerró con un récord inquietante: el mayor número de conflictos armados entre estados en más de siete décadas. Una de cada siete personas en el planeta vive hoy bajo el impacto directo de una guerra, y muchos de estos escenarios son apenas conocidos fuera de sus fronteras.
El Programa de Datos sobre Conflictos de la Universidad de Uppsala, junto con el Instituto de Investigación para la Paz de Oslo, documenta 61 conflictos activos en 36 países: la cifra más alta desde 1945.
Ucrania y Oriente Medio, omnipresentes en los titulares, no son más que la punta del iceberg: las guerras actuales cruzan fronteras, involucran a múltiples actores y se vuelven cada vez más complejas. Y mientras el tablero geopolítico se torna cada día más inestable —con el regreso de Trump alimentando la incertidumbre, la fragmentación y la falta de solidaridad internacional—, otra amenaza avanza sin tregua: la violencia climática. Incendios devastadores, fenómenos meteorológicos extremos y sequías prolongadas dibujan un planeta al límite, a lo que se suman las devastaciones de los campos de batalla. La sensación es la misma en ambos frentes: el mundo hierve.
Desde comienzos de la década de 2010, la violencia —armada o no— se transformó y encontró un vehículo proteiforme en las redes sociales. Vivimos inmersos en la difusión de infox, en la proliferación de insultos, discursos de odio y, más grave aún, campañas sistemáticas de acoso contra grupos e individuos.
La violencia es un idioma fácil de entender: no necesita mucho contexto para presentarse. Los videojuegos han habituado a la juventud a aceptarla como entretenimiento. Todos comprenden los disparos, las explosiones, la crueldad bélica transmitida en directo por redes sociales o repetida sin descanso en los noticiarios 24/7.
Guerras, violencia de Estado o contra el Estado, violencia social, violencia en la esfera privada, violencia interfamiliar, contra niños y adolescentes, feminicidios: la sobreexposición a estas imágenes nos anestesia frente al horror, o peor aún, alimenta una peligrosa fascinación. El espectáculo de la violencia no sensibiliza, sino que normaliza.
Hoy no existe un espacio vital inmune: ni la escuela, ni el trabajo, ni los círculos de amistad o la familia están libres de sus mecanismos. La violencia es, quizás, la más brutal de las desigualdades. En barrios como Capotillo, en República Dominicana, la exposición cotidiana a la muerte no se parece en nada a la de sectores privilegiados. Existe, sin duda, una sociología de la violencia.
Como señala el filósofo francés Marc Crépon, rendirse ante la violencia es aceptar la indiferencia. La resistencia empieza en lo cotidiano: en la manera en que educamos, en cómo rechazamos el discurso de odio, en el valor de acompañar el sufrimiento de los otros. Es una tarea moral y colectiva: recuperar la sensibilidad perdida frente al dolor humano. El mundo arde, pero cada gesto de cuidado es una chispa de esperanza.
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