En las últimas semanas, la narrativa pública sobre el desarrollo tecnológico dominicano ha adoptado un tono triunfalista. Se habla de una “ventana histórica” y la repetición de términos “estrategia nacional” como si el país hubiese logrado una ruptura estructural con el pasado.
No obstante, detrás del lenguaje técnico y las alianzas internacionales, se esconde un fenómeno que debe llamarse por su nombre: industrialización simbólica. República Dominicana produce anuncios, no capacidades; acumula acuerdos, no infraestructura; y celebra memorandos de entendimiento como si fueran resultados de investigación. Es un patrón que ya conocemos: la sustitución del desarrollo real por la escenografía de la innovación.
La industrialización simbólica es el proceso mediante el cual un país imita las formas de una política industrial avanzada sin poseer sus fundamentos técnicos, institucionales ni humanos. El objetivo no es producir tecnología, sino emitir señales de modernidad.
Esta dinámica se manifiesta de manera predecible en tres patrones que hemos observado consistentemente en el contexto dominicano: El primero es el énfasis en la firma, no en la ejecución: se anuncian acuerdos con corporaciones globales —como NVIDIA— sin mecanismos de rendición de cuentas, transferencia tecnológica ni propiedad intelectual local.
El segundo síntoma es la confusión entre manufactura y soberanía: se asume que ensamblar o empaquetar microchips equivale a tener una industria de semiconductores, cuando esas fases de bajo valor agregado son, en realidad, maquila avanzada y no innovación estratégica.
El tercero es el uso del discurso geopolítico como cobertura técnica, invocando la “guerra de chips” o la “soberanía tecnológica” como justificación de políticas sin métricas, como si nombrar a China o a Estados Unidos garantizara el desarrollo endógeno.
Si la Estrategia Nacional de Fomento a la Industria de Semiconductores (ENFIS) —sobre la cual hemos escrito con optimismo previo— aspira a trascender el teatro político, debe confrontar preguntas fundamentales que permanecen sin respuesta pública:
- ¿Cuál es el presupuesto asignado en la Ley de Gastos Públicos 2026 para financiar infraestructura y formación de talento especializado?
- ¿Cuántos ingenieros dominicanos poseen experiencia comprobada en diseño de microarquitecturas o circuitos integrados?
- ¿En qué eslabones específicos de la cadena de semiconductores —desde el diseño sin fábrica (fabless) hasta el empaquetado final— puede República Dominicana competir realmente?
- ¿Qué porcentaje de la propiedad intelectual derivada de acuerdos con empresas extranjeras quedará registrado a nombre del Estado o de instituciones locales?
- Y, sobre todo, ¿cómo se garantizará que el conocimiento generado permanezca en el país y no sea capturado por los socios internacionales?
Sin respuestas a estas preguntas, la narrativa de “soberanía tecnológica” corre el riesgo de transformarse en su opuesto: una nueva forma de dependencia digital, sofisticada y maquillada de éxito global.
En los años noventa, América Latina cayó en la trampa del offshoring industrial: atraer fábricas sin propiedad intelectual. Hoy, estamos repitiendo ese error con los semiconductores y la inteligencia artificial. La experiencia regional es instructiva: mientras Brasil desarrolló capacidades en software embebido y Chile fortaleció su industria de servicios tecnológicos, los países que se limitaron al ensamblaje quedaron atrapados en la dependencia estructural que hoy intentamos evitar.
República Dominicana podría convertirse en un laboratorio de ensamblaje digital donde se procesen algoritmos y chips diseñados fuera, operados bajo licencia extranjera y financiados con deuda pública o inversión condicionada. Este modelo es atractivo a corto plazo —genera titulares, empleos y sensación de progreso—, pero bloquea la creación de riqueza endógena y soberanía cognitiva. El nuevo colonialismo no se ejerce con cañones, sino con software propietario y contratos de confidencialidad y lo afirmo desde mi experiencia como miembro del Cluster del Software de la República Dominicana, donde hemos presenciado cómo las mejores intenciones pueden desvirtuarse sin marcos de gobernanza adecuados.
Una política tecnológica creíble debe comenzar con el principio de la asimetría inteligente: reconocer nuestras limitaciones estructurales y diseñar estrategias que conviertan la cooperación internacional en transferencia de conocimiento, no en dependencia. Para lograrlo, el país necesita acciones concretas. Un fondo de investigación aplicada en inteligencia artificial y microelectrónica de al menos 50 millones de dólares, asignado por mérito técnico y revisado por pares internacionales, es indispensable.
Todo proyecto con multinacionales debería incluir cláusulas de coautoría tecnológica y registro dual de patentes, garantizando la creación de propiedad intelectual local. También se requiere un consorcio académico-empresarial caribeño para el diseño de chips especializados, priorizando arquitecturas orientadas al procesamiento del lenguaje natural en español caribeño y a sistemas energéticos tropicales.
A esto se debe sumar un sistema nacional de métricas de innovación que mida resultados reales —papers, patentes y startups escalables— y no solo inputs como eventos o inauguraciones. Finalmente, es esencial un programa de repatriación de talento dominicano, con incentivos fiscales que permitan que nuestros investigadores trabajen desde universidades locales en proyectos de diseño y prototipado de alta complejidad.
Cada generación dominicana ha tenido su propio espejismo de modernidad: las zonas francas en los ochenta, el turismo en los noventa, las TIC en los 2000 y ahora los chips y la inteligencia artificial. El patrón se repite porque adoptamos modelos externos sin construir capacidad interna. La verdadera soberanía tecnológica no se decreta con un memorando ni se inaugura con un hub. Se forja con talento retenido, conocimiento replicable y propiedad intelectual local. Mientras no midamos esas variables, seguiremos intercambiando espejos digitales por oro simbólico.
Como sociedad, enfrentamos una decisión fundamental: podemos seguir coleccionando anuncios y memorandos, o podemos asumir el desafío más complejo, pero auténtico, de construir capacidades reales.
La independencia tecnológica se diseña, se entrena y se patenta —en lugar de depender de decretos o importaciones. Solo cuando nuestros indicadores reflejen propiedad intelectual local y talento retenido podremos afirmar que hemos trascendido el espejismo para construir soberanía digital genuina.
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