El empresariado dominicano ha sido, históricamente, un actor clave en la configuración del poder económico y político del país. Desde mediados del siglo XX, los grandes grupos empresariales mantuvieron una relación estrecha con el Estado, pero generalmente desde una posición indirecta: financiaban campañas, influían en decisiones estratégicas y negociaban políticas públicas favorables a sus intereses, sin exponerse directamente al escrutinio político.
Sin embargo, en las últimas décadas se ha producido un cambio significativo: las nuevas generaciones de empresarios han decidido participar activamente en la política, no solo como patrocinadores, sino como candidatos, funcionarios y líderes partidarios.
Este giro no es casual ni inocente. Responde a transformaciones profundas en la concepción del poder, del Estado y del rol social del empresariado. Mientras muchos de sus antecesores concebían la política como un espacio de mediación social —con una retórica, al menos, vinculada al desarrollo nacional, la estabilidad institucional y ciertos compromisos sociales—, buena parte de los nuevos actores empresariales parecen asumirla como una extensión natural del mercado.
La política deja de ser un medio para gestionar el bien común y se convierte en una plataforma para maximizar influencia, proteger capitales y ampliar oportunidades de negocios.
En generaciones anteriores, el empresario dominicano tendía a delegar la gestión política en figuras profesionales de la política, muchas veces provenientes de sectores populares o de clases medias emergentes. El pacto era claro: el político administraba el poder, el empresario financiaba y ambos se beneficiaban. Aunque este modelo estaba lejos de ser ideal y fomentó prácticas clientelares y corruptas, existía una frontera simbólica entre la economía y la política. Hoy esa frontera se ha desdibujado peligrosamente.
Las nuevas generaciones empresariales, formadas en una lógica globalizada, tecnocrática y altamente competitiva, parecen mostrar menos sensibilidad hacia los problemas estructurales de la sociedad dominicana: pobreza, desigualdad, precariedad laboral, debilidad institucional y exclusión social.
El reto para la República Dominicana es reconstruir una cultura política donde la participación empresarial esté regulada por principios éticos claros
Su discurso suele centrarse en la eficiencia, la rentabilidad y la “buena gestión”, conceptos válidos en el ámbito empresarial, pero insuficientes —y a veces contraproducentes— cuando se aplican sin mediación ética al ejercicio del poder público. Gobernar no es administrar una empresa: implica tomar decisiones que afectan vidas humanas, derechos y dignidad, no solo balances financieros.
La entrada directa del empresariado a la política también responde a una desconfianza creciente hacia los políticos tradicionales. Ante la percepción de ineficiencia o corrupción del sistema político, muchos empresarios consideran que “nadie mejor que ellos” para dirigir el Estado. Sin embargo, esta lógica encierra una contradicción profunda: se sustituye un problema de representación democrática por una concentración aún mayor del poder económico y político en las mismas manos.
Cuando quien legisla, ejecuta y regula es al mismo tiempo un actor económico con intereses particulares, el conflicto de intereses deja de ser una excepción para convertirse en norma.
Este fenómeno plantea serios desafíos para la democracia dominicana. La política, vaciada de contenido social y ético, corre el riesgo de transformarse en un simple instrumento de acumulación de poder. El Estado deja de ser garante del interés general y pasa a funcionar como facilitador de negocios privados. En este contexto, los sectores más vulnerables —que no tienen capital ni influencia— quedan aún más marginados del proceso de toma de decisiones.
No se trata de demonizar al empresariado ni de negar su papel en el desarrollo nacional. El problema surge cuando la lógica del dinero sustituye a la lógica del bien común, y cuando el poder político se convierte en un apéndice del poder económico.
El reto para la República Dominicana es reconstruir una cultura política donde la participación empresarial esté regulada por principios éticos claros, donde la política vuelva a poner en el centro los problemas sociales y donde el poder no sea un privilegio acumulable, sino una responsabilidad al servicio de la sociedad.
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