Crismerian Lorca era hija única, criada entre privilegios y rodeada de todas las oportunidades que el dinero de su padre podía comprar. Don Simón, un próspero empresario del sector de comunicación y datos tecnológicos, encontraba orgullo en mostrar a su familia durante la tradicional fiesta de Navidad de la empresa. Para él era un gesto de cercanía con sus empleados. Para ella, una obligación que debía soportar para complacer a papá.
Crismerian, que solía asistir acompañada de sus amigas para exhibir su supuesta importancia y tener excusa, evitaba a los empleados con un aire de condescendencia cuidadosamente disimulado entre sonrisas frías. Aquella noche, el salón vibraba con un merengue navideño de Johnny Ventura que animaba a todos.
Juan, uno de los empleados más jóvenes y entusiastas, amaba bailar. Fue la segunda vez que vio a la hija de Don Simón, y reuniendo valor, decidió invitarla a bailar.
Ella lo miró por encima del hombro, con una mezcla de desdén y sorpresa, para luego girarse hacia sus amigas.
—Qué atrevido este —murmuró—. ¿Qué se cree? ¿Que voy a bailar con cualquiera?
Un estallido de risas acompañó su comentario.
Juan, avergonzado y con las mejillas encendidas, se dio la vuelta. Pero Kenia, compañera suya que había presenciado la escena, se acercó y le abrió los brazos con una sonrisa cálida.
—Ven, Juan. Yo sí quiero bailar contigo.
Los años pasaron y, como en la política cada cuatro años, muchas cosas cambiaron. También cambió el destino de aquel joven humillado por la hija del dueño.
Durante la celebración del Día del Padre en el colegio, don Simón asistió para disfrutar la presentación de su primer nieto, a quien llevó acompañado de su madre, Crismerian, quien al entrar al salón reconoció a varias de sus amigas de siempre. La antigua arrogancia seguía viva en su mirada.
Una de ellas la codeó discretamente:
—Mira, Cris… ¿Ese no es el empleadito que rechazaste en aquella fiesta?
Ella lo observó con desdén automático.
—El mismo. Seguro está ayudando a organizar el salón —respondió, casi sin pensar.
A la salida del evento, Juan se acercó a Don Simón con respeto y afecto genuino.
—Buenas tardes, don Simón. Qué bueno verlo aquí. Su nieto lo hizo muy bien.
—Tú sabes que por nada del mundo me lo perdería —respondió el empresario, palmeándole el hombro—. Y Carlitos también actuó muy bien. ¿Y Kenia? ¿No vino?
Juan sonrió con orgullo tranquilo.
—Está presentando el informe anual del consejo. Usted sabe lo responsable que es.
Crismerian quedó boquiabierta. Sus amigas, mudas.
De camino a casa, indignada, reclamó a su padre la presencia de Juan y, peor aún, que su hijo estudiara en el mismo colegio que el nieto.
—¿Por qué nunca me dijiste que él seguía aquí? —preguntó con tono acusador.
Don Simón suspiró con paciencia cansada.
—No te lo presenté porque ya una vez ni siquiera quisiste bailar con él. Y mira qué vueltas da la vida: Juan salvó la empresa de la quiebra hace dos años, cuando el partido perdió las elecciones.
—Te lo quise presentar, es muy trabajador e inteligente, pero él no quiso, y me contó lo desagradable que fuiste.
La hija no respondió. Quedó mirando por la ventana, con una mezcla amarga de sorpresa y vergüenza, mientras comprendía —quizás por primera vez— que el valor de una persona no lo determina su posición social ni su cuenta bancaria, ni el brillo de los apellidos, ni el eco vacío de las risas de un grupo de amigas.
A veces, la vida se encarga de ajustar la soberbia con elegancia. Y sin eco.
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