"Cuando los mercaderes de la guerra dictan la política, la paz se convierte en una mercancía y la vida humana en un costo asumible." — André Malraux.
El conflicto en Ucrania se confirma, una vez más, como el epicentro de un negocio sin precedentes para la industria bélica estadounidense. Donald Trump, quien en su retorno a la Casa Blanca prometió de manera enérgica una solución pragmática al enfrentamiento ruso-ucraniano, hoy termina transformando su discurso en una operación que garantiza miles de millones de dólares para el complejo militar-industrial de Estados Unidos.
El lunes 14 del corriente, Trump anunció que nuevas unidades del sistema de defensa aérea Patriot “llegarán muy pronto” a Ucrania para cubrir, según sus palabras, una necesidad “desesperada” de Kiev frente al avance ruso. Sin embargo, el costo de estas armas no será asumido por Washington, sino que serán fabricadas en Estados Unidos y pagadas íntegramente por los países europeos, que actuarán como intermediarios financieros y logísticos en este trasvase de armamento a las fuerzas ucranianas. “No lo vamos a comprar, pero lo vamos a fabricar, y ellos (los europeos) van a pagar por ello”, sentenció Trump con un tono más propio de un empresario que de un estadista.
Detrás de esta maniobra se encuentra un gigantesco negocio para Raytheon Technologies y Lockheed Martin, principales proveedores del sistema Patriot. Cada misil PAC‑3 ronda los 4 millones de dólares, y una batería completa supera los 1,100 millones, según el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS). Se trata del sistema de armas individual más caro que Estados Unidos ha suministrado hasta la fecha a Ucrania, un país cuyo espacio aéreo sigue siendo vulnerado regularmente pese a estos costosos escudos tecnológicos.

La realidad en el campo de batalla pone en duda las legendarias capacidades del Patriot. En los últimos meses, el ejército ruso destruyó varias baterías de estos sistemas empleando misiles Iskander y Oréshnik, que operan a velocidades hipersónicas. Incluso el coronel ucraniano Yuri Ignat reconoció sin ambages las “ciertas debilidades” de los Patriot, admitiendo que no lograron proteger Kiev de recientes oleadas de ataques rusos.
Pero la “paz trumpiana” tiene un segundo acto aún más peligroso.
El presidente estadounidense lanzó un ultimátum a Moscú, advirtiendo que tiene 50 días para alcanzar un acuerdo de paz o enfrentarse a aranceles secundarios de hasta un 100 % sobre sus exportaciones, una medida que afectaría también a sus socios comerciales. Desde el Kremlin, las declaraciones de Trump fueron calificadas de “bastante serias”, aunque el portavoz Dmitri Peskov subrayó que esta presión se interpreta en Kiev no como un paso hacia la paz, sino como una señal para continuar el conflicto, que es el deseo abiertamente expresado por el ilegítimo presidente Zelensky.
El expresidente Dmitri Medvédev, más contundente, calificó el anuncio de Trump como “un ultimátum teatral” y afirmó que “a Rusia no le importó”. Por su parte, el analista Fiódor Lukiánov advierte que estas amenazas marcan el fin de la primera fase de las relaciones entre Moscú y Washington bajo Trump, abriendo un periodo de gran incertidumbre. Dmitri Súslov, del Centro de Estudios Integrales Europeos e Internacionales, agrega que no hay margen para la normalización ni para la cooperación y que el verdadero objetivo de Washington es presionar a Rusia para que ceda, algo que “simplemente no va a suceder”.
En paralelo, el filósofo ruso Alexander Duguin señaló que Trump ofrece a Rusia 50 días para consolidar el control sobre las cuatro regiones anexionadas, comparando la situación con un antiguo dicho ruso: “Los rusos tardan en enganchar los caballos, pero luego van rápido”. “Tenemos 50 días para ganar”, afirmó con tono desafiante.
Mientras tanto, en Washington, la estrategia apunta a canalizar la financiación europea para mantener a flote su propia industria de defensa, sin enviar armas directamente a Ucrania y evitando quedar atrapado en un enfrentamiento directo con Rusia.
El elevado costo de esta “paz trumpiana” no se mide solo en términos financieros. Supone una política de dependencia armamentística para Europa, un reforzamiento de la narrativa belicista en Washington y una erosión de cualquier intento de diplomacia efectiva. Es la confirmación de que, en este orden mundial, la guerra sigue siendo el negocio más rentable.
Todo ello transcurre mientras más de ochocientos millones de personas padecen hambre crónica, los servicios de salud en gran parte de África y América Latina se tambalean al borde del colapso y una generación entera de niños carece de acceso a la educación básica. En paralelo, el pueblo palestino vive una tragedia de proporciones colosales.
Incontables hombres, mujeres y niños sometidos al hambre y a enfermedades prevenibles, hacinados en espacios que superan con creces su capacidad, sometidos cada semana a bombardeos implacables y obligados a enfrentar la amenaza de ser confinados, según las últimas declaraciones de las autoridades extremistas israelíes, en un auténtico campo de concentración dentro de su propio territorio histórico. Esta acumulación de crisis humanitarias, lejos de ser compartimentos aislados, revela la urgencia de una respuesta global que ponga en el centro la dignidad y el derecho de todos a una vida libre de miedo, miseria y desamparo.
Los miles de millones que hoy se desvían para alimentar el insaciable complejo militar-industrial podrían servir para salvar vidas, impulsar el desarrollo y devolver la dignidad a pueblos enteros. Pero la “paz” de Trump, lucrativa, impuesta y frágil, confirma que las prioridades de quienes gobiernan distan de las de quienes padecen. Mientras los misiles surcan los cielos y reducen ciudades a escombros, millones de seres humanos siguen esperando pan, alimentos básicos, agua y esperanza. Esa esperanza, sin embargo, se desvanece cada día frente al crecimiento obsceno de las arcas militares, colmadas con miles de millones destinados a mutilar, exterminar y borrar del mapa valiosas infraestructuras civiles.
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