Hay corrupciones que provocan rabia inmediata y otras que dejan algo más difícil de procesar: una tristeza honda, colectiva, casi muda. El gran caso de corrupción recientemente revelado, con más de 20 mil millones de pesos desviados, no ha generado solo indignación ni llamados al castigo ejemplar. Ha instalado en el ambiente un duelo cívico. Una sensación de pérdida moral que no se grita, pero que pesa.

Porque cuando la corrupción toca la salud, deja de ser un delito económico más. Se convierte en una forma de violencia social. No se roba únicamente dinero público. Se juega con diagnósticos que no llegaron a tiempo, con tratamientos incompletos, con listas de espera interminables, con el miedo de pacientes y familias que confiaron en un sistema que debía protegerlos. Aunque no podamos trazar una línea directa entre cada peso robado y una consecuencia concreta, todos intuimos que el daño fue real, humano y profundo.

Ese es el origen del duelo. No solo se traicionó al Estado. Se traicionó el pacto más elemental de una sociedad: cuidar la vida cuando es más frágil.

Que este dolor no pase en vano. Que no se diluya en la próxima noticia. Que nos recuerde, con crudeza, que la corrupción no es un problema abstracto. Cuando toca la salud, toca la vida.

La salud ocupa un lugar distinto en la conciencia colectiva. No es una obra pública que se atrasa ni un contrato que se sobrevalora. Es el espacio donde el ciudadano se presenta vulnerable, sin poder negociar, sin margen de espera, confiando en que alguien hará lo correcto. Por eso la corrupción en salud duele distinto. Porque rompe la idea básica de que, aun con todas sus fallas, el sistema existe para proteger.

En estos días se percibe algo más que enojo. Se percibe desánimo. Una pregunta silenciosa que muchos no formulan en voz alta: ¿en qué se puede confiar? Cuando la corrupción alcanza áreas sensibles como la salud, el daño no se limita a las instituciones. Se instala en la psicología social. Genera cinismo, retraimiento y una peligrosa normalización del “nada va a cambiar”.

Ese es quizás el efecto más corrosivo. No el dinero perdido, sino la erosión de la confianza. La sensación de que la ética es opcional, de que incluso donde debería haber límites claros, alguien estuvo dispuesto a cruzarlos. Y cuando eso ocurre, la democracia se debilita, no porque falten leyes, sino porque se rompe la creencia de que vale la pena cumplirlas.

Conviene detenernos un momento en ese sentimiento colectivo. No para quedarnos en la tristeza, sino para entenderla. El duelo no siempre es por alguien que muere. También es por una ilusión que se rompe. En este caso, la ilusión de que la salud pública, con todas sus carencias, al menos estaba protegida de la rapiña más cruda. Descubrir que no fue así deja una herida que no se cierra solo con expedientes judiciales.

Por supuesto, la justicia es indispensable. Investigar, sancionar, recuperar lo robado y establecer responsabilidades claras es una obligación del Estado. Sin eso, el mensaje sería devastador. Pero sería un error pensar que con condenas basta. El daño moral requiere algo más: una reconstrucción ética.

Esa reconstrucción empieza por no trivializar lo ocurrido. Por no reducirlo a cifras, tecnicismos o peleas partidarias. Empieza por reconocer que aquí no hubo solo corrupción administrativa, sino una profunda deshumanización. Cuando alguien decide lucrarse a costa de la salud ajena, ha dejado de ver personas y ha visto únicamente oportunidades.

También empieza por una ciudadanía que no se acostumbre. El mayor triunfo de la corrupción no es robar, sino lograr que la sociedad lo asuma como algo inevitable. Que el duelo se transforme en resignación. Que la indignación dure lo que dura el ciclo noticioso.

Aquí hay una responsabilidad compartida. Del Estado, que debe fortalecer controles, transparencia y rendición de cuentas reales. Del sistema político, que debe entender que la ética no es un discurso, sino una práctica cotidiana. Y de la sociedad, que debe sostener una vigilancia cívica constante, no movida por el morbo, sino por el compromiso con la dignidad humana.

Este caso también nos obliga a mirar la educación cívica con honestidad. ¿Estamos formando ciudadanos que entienden el daño real de la corrupción, más allá de lo legal? ¿Estamos educando en la idea de que lo público es sagrado porque ahí se juega la vida de otros? Sin una ética pública interiorizada, ningún sistema de control es suficiente.

El duelo que hoy se siente puede convertirse en algo constructivo o en una grieta más profunda. Puede empujarnos al cinismo o a una exigencia madura de integridad. Puede alimentar la idea de que “todos son iguales” o reforzar la convicción de que no todo vale.

Ese es el origen del duelo. No solo se traicionó al Estado. Se traicionó el pacto más elemental de una sociedad: cuidar la vida cuando es más frágil.

Ojalá sepamos acompañar este momento con sobriedad y firmeza. Sin estridencias, pero sin olvido. Sin convertir el dolor en espectáculo, pero tampoco en silencio cómodo. La corrupción en salud no solo se mide en millones desviados. Se mide en confianza rota, en angustias acumuladas, en la sensación de haber sido abandonados en el momento más vulnerable.

Nombrar ese duelo es un primer paso. Porque solo cuando reconocemos la herida podemos empezar a sanar. Y porque una sociedad que se niega a normalizar el daño, incluso cuando no puede cuantificarlo del todo, sigue teniendo reservas morales para reconstruirse.

Que este dolor no pase en vano. Que no se diluya en la próxima noticia. Que nos recuerde, con crudeza, que la corrupción no es un problema abstracto. Cuando toca la salud, toca la vida. Y eso nos obliga a algo más que indignarnos: nos obliga a cuidar, de verdad, lo que nunca debió estar en juego.

Pablo Viñas Guzmán

Educador, gestor cívico

Pablo Viñas Guzmán es director ejecutivo de AFS Intercultura en República Dominicana, gestor cívico y educador. Desde esa posición lidera programas de intercambio educativo, formación de jóvenes líderes, cooperación intersectorial y participación ciudadana. Es líder de GivingTuesday en República Dominicana y forma parte de su red global, además de presidir la Junta Directiva de Alianza ONG y participar activamente en otros espacios de articulación del sector social. Ha sido consultor y conferenciante en diplomacia pública, educación global, voluntariado internacional y fortalecimiento institucional en América Latina, Europa y Asia. Ha diseñado y ejecutado programas con el apoyo de agencias de cooperación y organismos internacionales, y ha colaborado con iniciativas de la Unión Europea, WINGS y otras plataformas en la consolidación de ecosistemas filantrópicos en el Caribe. Cuenta con formación en Derecho, Negocios Internacionales, Liderazgo Cívico y Diplomacia, y es egresado del Programa Executivo en Estrategia de Impacto Social e Innovación de la Universidad de Pensilvania.

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