El 11 de noviembre de 2025, la República Dominicana se detuvo. No solo se apagó la red eléctrica; se apagó la idea misma de control que nos habíamos concedido sobre el funcionamiento del país. Durante nueve horas, el territorio nacional se convirtió en un mapa de interdependencias rotas. Las plantas generadoras colapsaron en cascada, los hospitales operaron con generadores exhaustos, las telecomunicaciones quedaron silenciadas, el tránsito urbano se transformó en un laberinto inmóvil y la ciudadanía quedó suspendida entre la oscuridad y la incertidumbre. Fue una escena breve, pero suficiente como para desnudar una verdad estructural que nos señala que vivimos sin un sistema que garantice la continuidad operativa de la nación.
El apagón no fue una anécdota técnica, sino un síntoma de fondo que reveló que el país opera sobre una arquitectura eléctrica vulnerable, con dependencias estructurales que amplifican cualquier falla. La red de transmisión concentra gran parte de su carga en corredores troncales cuya capacidad alternativa no siempre es suficiente para sostener contingencias mayores, y la reserva operativa —históricamente por debajo de los estándares internacionales— limita la capacidad del sistema para absorber fallas en cascada. Pero el verdadero epicentro no estuvo en los cables, sino en las instituciones; no hubo un mando unificado, ni una cadena de comunicación eficaz, ni protocolos de coordinación entre energía, transporte, salud y telecomunicaciones. Cada organismo reaccionó como si el país les perteneciera por partes, y no como si todos fueran componentes de un mismo cuerpo operativo.
Las primeras explicaciones técnicas —incluida la ofrecida por la Asociación Dominicana de la Industria Eléctrica (ADIE)— apuntan a una falla de tensión en una subestación de San Pedro de Macorís como origen del evento. Ese dato ayuda a ubicar el disparador, pero no altera la naturaleza del fenómeno porque un sistema robusto debe ser capaz de aislar una falla localizada sin que se traduzca en una paralización nacional.
Las estimaciones técnicas preliminares sitúan el evento entre los más severos registrados en el país, con más de tres mil megavatios de demanda interrumpida, alrededor de veintiún mil megavatios-hora de energía no servida y pérdidas económicas superiores a los nueve mil millones de pesos, cifras coherentes con los modelos internacionales de costo por energía no servida en sistemas de tamaño comparable. Pero los daños no se limitaron a lo financiero; también se suspendieron horas de atención médica, se aplazaron cirugías, se gestionaron emergencias con comunicaciones inestables, millones de estudiantes quedaron sin clase y una parte significativa de la vida urbana quedó temporalmente detenida. Lo más crítico es que este desenlace no era del todo inesperado; hacía tiempo que los informes técnicos advertían vulnerabilidades que no habían sido corregidas.
Lo que falló no fue la electricidad en sí; fue la previsión
Cuando un país depende de un solo punto de falla, no es la naturaleza la que lo amenaza, sino su propio diseño. Durante años se invirtió en ampliar la capacidad instalada, pero no en fortalecer la resiliencia. Se priorizó la expansión sobre la redundancia, la generación sobre la continuidad, el crecimiento sobre la previsión. El resultado fue una economía que se paraliza si se interrumpe el flujo eléctrico, un Estado que responde con lentitud porque no tiene centros de mando integrados y una sociedad que confunde la reacción con la gestión. Lo que vimos aquel martes no fue un accidente aislado, sino la confirmación de que ha llegado el momento de transformar la vulnerabilidad en política de Estado.
Así, una crisis de esta magnitud también puede ser un punto de inflexión. La oscuridad de aquella jornada debe convertirse en una hoja de ruta hacia un país más previsor y más capaz de proteger lo esencial. De esta experiencia debe surgir un compromiso real con la continuidad y la resiliencia operativa, a partir de una estructura moderna que unifique la respuesta nacional ante cualquier disrupción. No se trata de un nuevo ministerio ni de una burocracia adicional, sino de un sistema vivo de mando y de control civil, que integre energía, salud, transporte, agua, telecomunicaciones y seguridad bajo un protocolo común de continuidad.
Sería la plataforma que garantice la autonomía mínima de los hospitales, la redundancia digital de las telecomunicaciones, la integridad de los acueductos, la operatividad del transporte urbano y la seguridad de la población. Con telemetría nacional en tiempo real, auditorías permanentes y normas de continuidad obligatorias, el país podría pasar del reflejo reactivo a la anticipación planificada. Su creación significaría reconocer que la continuidad del Estado es un derecho ciudadano y una obligación pública.
El martes, todos celebramos el restablecimiento “histórico” en nueve horas, pero la verdadera hazaña será cuando podamos evitar que se repita porque la resiliencia no se mide en minutos de reconexión, sino en la solidez del sistema para no volver a caer. Si se implementa con seriedad, la República Dominicana podría reducir en más de un 70% el costo de interrupciones, ahorrar miles de millones de pesos cada año y ganar la confianza de una ciudadanía que hoy percibe el riesgo como parte del paisaje. Lo ocurrido el 11 de noviembre no debe olvidarse, sino asumirse como una lección que dé origen a una nueva etapa de madurez institucional.
El país necesita una revolución silenciosa, no de discursos ni de consignas, sino de ingeniería, planificación y responsabilidad. El apagón de 2025 es una señal histórica; si de esa oscuridad nace una decisión colectiva de fortalecer nuestras bases técnicas e institucionales, entonces la noche habrá cumplido su propósito.
Es que el futuro no se construye en la euforia de encender de nuevo, sino en la sabiduría de aprender por qué nos apagamos.
Consultas
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