“Donde hay poca justicia es un peligro tener razón”. — Francisco de Quevedo.
Soy un lector constante de los trabajos del reconocido escritor José Luis Taveras. En su más reciente artículo publicado en Diario Libre el 21 de agosto de 2025, bajo el título Cuando los perros salgan a morder, plantea una verdad que para muchos resulta profundamente incómoda. La República Dominicana exhibe indicadores macroeconómicos que la colocan entre las economías más dinámicas de la región, pero ese dinamismo no se traduce en bienestar tangible para la mayoría de los ciudadanos.
Es un progreso que deslumbra en las estadísticas, pero que rara vez ilumina las sombras casi perpetuas de la vida cotidiana de la gente. La paradoja es tan evidente que obliga a una reflexión más seria: ¿de qué sirve crecer si al mismo tiempo se agravan las desigualdades, la pobreza se mantiene en niveles inaceptables y la educación, la salud y otros servicios esenciales continúan siendo los eslabones más débiles o deplorables de la cadena social? Algunos celebran con manifiesta satisfacción las “buenas noticias” de la economía, pero la realidad es que pocas veces esas noticias son favorables para una colectividad peligrosamente silente, cuyo único recurso de defensa ha quedado reducido al derecho al voto. Sin embargo, la paradoja se repite ya que ese último recurso, ejercido con la esperanza de un cambio, termina siendo apenas un mecanismo para reciclar lo mismo, con distintos nombres y los mismos resultados.
Los gobiernos suelen exhibir el crecimiento económico como un logro autosuficiente, recurriendo a comparaciones con países vecinos para reforzar la narrativa del éxito. Sin embargo, esos espejos deformados ocultan la persistencia de profundas brechas sociales, donde el 20 % más rico concentra casi la mitad de la riqueza nacional. Ningún desarrollo es sostenible si las oportunidades están distribuidas de manera tan desigual y el progreso se concentra en manos de unos pocos. En este sentido, la advertencia de Taveras toca el corazón mismo de nuestro dilema nacional. La economía crece de manera al parecer sostenida, es cierto, pero lo hace sobre cimientos que reproducen la exclusión y la inequidad estructural. Los resultados, adornados con alguna que otra obra de impacto visible, se reciclan una y otra vez a lo largo de las décadas, mientras millones de dominicanos continúan sumidos en una orfandad material tan desconcertante como injusta.

El turismo es un ejemplo revelador de nuestras contradicciones. Aporta más del 16 % del PIB, dinamiza las divisas y genera empleo, pero la mayoría de esos puestos de trabajo son precarios, mal remunerados y sujetos a la temporalidad. En provincias como La Altagracia, corazón de la industria turística, conviven hoteles de lujo con comunidades que padecen graves carencias materiales, atrapadas en el subempleo, el rebusque diario, el empleo temporal y las estrategias de mera sobrevivencia.
Se trata de una riqueza que fluye en abundancia, pero que no irriga el territorio ni mejora sustancialmente la vida del trabajador local. Es una vitrina que proyecta modernidad y prosperidad al visitante extranjero, mientras puertas adentro el rostro del desarrollo se diluye en la precariedad. Lo mismo ocurre con las políticas públicas que privilegian obras visibles y espectaculares, concebidas para generar réditos políticos inmediatos, aun a costa de postergar las reformas estructurales que el país necesita con urgencia en educación, salud, justicia e institucionalidad.
A esta realidad se suma el fenómeno social de la resignación. Los subsidios estatales, el empleo público como refugio y las remesas familiares funcionan como válvulas de escape que reducen la presión, pero también inhiben la demanda de cambios profundos. Es un modelo de supervivencia que anestesia la conciencia crítica y convierte al ciudadano en cliente del Estado. Esa pasividad, tarde o temprano, se agota. Los pueblos, como advierte nuestro autor, tienen un límite en su capacidad de tolerar un progreso que no les toca. Ese límite necesariamente no tiene que bordear los linderos de una revolución, pero sí puede hacer que deje de funcionar la dinámica socioeconómica diseñada para hacer ricos a los más ricos.
El asistencialismo estatal opera como una multimillonaria válvula de escape que reduce la presión inmediata, pero al mismo tiempo desmoviliza y frena la exigencia de transformaciones profundas. De manera marginal pero muy efectiva, lo que algunos han llamado “el siglo de las redes de idiotas” (Acento: 24/02/2018) potencia esta resignación, fomentando una idiotez social que degrada la conciencia cívica y una indiferencia que hiere y empobrece aún más a quienes la padecen. Todo este aluvión termina priorizando la banalidad y el desprestigio del trabajo como verdadero medio de movilidad social.
El desafío no consiste en celebrar tasas de crecimiento, sino en redefinir el paradigma de desarrollo. La República Dominicana necesita un contrato social renovado donde el crecimiento se vincule de manera directa con el bienestar. Ello implica un sistema tributario progresivo, inversión decidida en capital humano, fortalecimiento institucional y diversificación productiva más allá del turismo. Supone también colocar al ciudadano en el centro del proceso de desarrollo, no como consumidor de subsidios, sino como sujeto de derechos. La participación social, la educación cívica adaptada a las nuevas condiciones y los mecanismos de control ciudadano son imprescindibles para romper con la lógica de dependencia y reclamar gobiernos responsables.
Si los números no se convierten en dignidad, si la riqueza nacional no se traduce en oportunidades reales, la economía seguirá siendo un éxito sin rostro humano. Cuando los perros salgan a morder, como sugiere la metáfora de Taveras, no lo harán por capricho, sino porque la indiferencia y el engaño habrán llegado a un punto insoportable. El crecimiento económico debe ser una herramienta de emancipación, no un espejismo que oculte la miseria. Ese es el verdadero reto de nuestra época, lograr que el progreso no se mida por cifras, sino por la vida digna de la gente.
Es imperativo que las conciencias lúcidas asuman sin demora la responsabilidad de abrir la brecha y provocar la ruptura necesaria, encauzando la disrupción hacia un horizonte de sentido y justicia. El ascenso será áspero y dejará huellas de dolor, pero aun con los pies sangrantes debemos persistir en la marcha hasta alcanzar la cima de la montaña, donde nos aguarde un amanecer verdadero, no impostado, capaz de iluminar la vida de la mayoría de los hombres y mujeres trabajadores. Ese amanecer solo tendrá plenitud cuando vaya acompañado de un nivel de educación y de cultura general que hoy parece remoto e inalcanzable para buena parte de la población dominicana, pero que constituye la condición indispensable para el salto histórico hacia la dignidad compartida.
Compartir esta nota