El Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF) acaba de certificar que la muerte de Sthephora, estudiante del Colegio Da Vinci, fue causada por asfixia mecánica. Este término describe la obstrucción violenta o forzada del flujo de aire hacia los pulmones, ya sea por compresión del cuello, bloqueo de las vías respiratorias o restricción del pecho. En otras palabras: es la privación del respiro por una acción ejercida desde el exterior. La precisión técnica del diagnóstico expone la crudeza de lo ocurrido y obliga a mirar más allá de la tragedia inmediata.

La confirmación oficial revela algo más que un hecho trágico: expone la materialización de un clima social incubado durante décadas.

Durante años se han inoculado narrativas de odio mediante la estigmatización, la deshumanización y la construcción del “enemigo interno”. Se ha señalado a comunidades vulnerables como amenaza existencial; se les ha caricaturizado, perseguido, ninguneado. Ríos de tinta en la prensa, miles de horas de radio y televisión alimentaron el desplazamiento de frustraciones colectivas hacia un chivo expiatorio siempre útil: el más débil.

Se ha permitido que este discurso permee instituciones públicas, incluso aquellas llamadas a proteger vidas. Se justifica el abandono, la discriminación en los servicios y el maltrato bajo el argumento de “defender la patria”. Todo ello ha configurado un ambiente emocional que hoy produce personalidades dispuestas a agredir, excluir o eliminar aquello que se les enseñó a considerar una amenaza.

El crimen contra Sthephora es la expresión visible de ese iceberg. Los autores materiales —menores de edad— no son ajenos a la sociedad que los formó. Para que un niño llegue a justificar la violencia extrema contra quien percibe como “distinto”, se requiere una exposición prolongada a ideologías que ofrecen pertenencia a cambio de obediencia y odio. Son, en buena medida, víctimas de los arquitectos intelectuales que manipulan banderas y consignas patrióticas para canalizar frustraciones personales y resentimientos colectivos.

A este fenómeno se suma otro grupo: quienes, por miedo a disentir o a quedar aislados socialmente, reproducen la narrativa dominante aun sin compartirla. Esa adhesión pasiva contribuye a validar y normalizar el daño. La banalidad del mal, como advertía Hannah Arendt, opera precisamente así: ciudadanos comunes que participan, permiten o callan frente a grandes injusticias.

Lo ocurrido con Sthephora no es un hecho aislado. De comprobarse la versión que da cuenta de la participación de menores, sería el síntoma de un discurso hegemónico capaz de convertirse en acción criminal, especialmente cuando cala en generaciones jóvenes que aún construyen su identidad moral.

Como sociedad, este crimen, por acción u omisión, debería obligarnos a detenernos. A revisar con honestidad los relatos que consumimos, repetimos y legitimamos. A reconocer que los discursos sí tienen consecuencias y que el odio, tarde o temprano, se traduce en dolor. Dolor para las víctimas directas y también para quienes nos negamos a renunciar a la empatía, al reconocimiento del otro y al principio elemental de humanidad.

Que la tragedia de esta niña marque un punto de inflexión. Que su memoria nos recuerde que ninguna nación se fortalece criminalizando la diferencia.

¡Que la tierra le sea leve!

Ariel Núñez

Ariel Núñez es psicólogo clínico, maestrante en Gestión en Salud por la PUCMM y activista social en Santiago de los Caballeros.

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