El gobierno de Donald Trump ha adoptado una serie de acciones, que incluyen la ilegal detención y desaparición de personas por las autoridades migratorias, el despliegue de fuerzas militares contra civiles, el ataque contra periodistas y medios de comunicación, la persecución de inmigrantes, miembros de minorías y opositores, el desacato de órdenes judiciales, el discurso que fomenta el odio, el miedo, la división, el racismo y la erosión de las normas democráticas, así como la persecución de individuos o entidades que “fomenten la violencia política”, aún “antes de que resulten en actos políticos violentos”, considerándose personas “extremistas” por el mero hecho de exponer creencias antiestadounidenses, anticapitalistas, anticristianas, a favor de la inmigración o de las minorías raciales, o de la ideología de género, y contrarias a las valores estadounidenses tradicionales sobre la familia, la religión y la moralidad.
¿Qué es lo que está pasando en Estados Unidos? Una obra que puede ayudarnos a entender el gobierno de Trump es Behemot: La estructura y la práctica del nacionalsocialismo del jurista y politólogo alemán Franz Leopold Neumann. Neumann opone el Behemot nazi al Leviatán de Hobbes, como una gran bestia, de naturaleza opresiva y caótica, que actúa como una fuerza destructora que desmantela las ideas tradicionales del Estado, la ideología y la racionalidad, en contraste con el monstruo del pensador inglés que, mediante la fuerza, propicia orden, paz, seguridad y un mínimo de derechos, para salir del estado de naturaleza de la guerra civil de todos contra todos.
En verdad, Trump viene a radicalizar pulsiones autoritarias ya presentes desde hace más de medio siglo en el gobierno estadounidense, tanto a nivel de su política interior como exterior. Trump radicaliza el traslado del discurso y los medios de guerra, otrora restringidos al campo de las relaciones interestatales, al ámbito interno. La tendencia inició cuando Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas en los 70. En gobiernos posteriores, muchas de las policías estatales, diseñadas para servir y proteger a las comunidades, fueron equipadas para mantener una guerra, mediante el uso de uniformes, armas y tácticas innecesariamente agresivas diseñadas para el campo de batalla, no para el patrullaje de calles.
El despliegue militar interno bajo el mandato de Trump representa una ruptura con los principios democráticos y legales que históricamente han limitado el uso de la fuerza estatal.
Con Trump se ha ido más lejos, pues fuerzas militares son desplegadas en funciones policiales para combatir el supuesto “enemigo interno” en violación de la Ley Posse Comitatus, lo que prueba una vez más la tesis del “bumerán imperial” desarrollada por Aimé Césaire y que describe cómo los gobiernos imperiales despliegan a nivel nacional contra sus propios ciudadanos las técnicas represivas utilizadas para controlar los territorios y poblaciones coloniales, tesis que, según Hannah Arendt, explicaría los orígenes históricos del fascismo.
Lo que presenciamos, sin embargo, no es solo una policía militarizada efectuando operaciones de guerra disfrazadas de acción policial, sino que también las guerras interestatales se conducen hoy con el discurso y los instrumentos de la acción policial, como demuestra el despliegue militar ordenado por Trump respecto a Venezuela. Y es que “toda guerra imperial es una guerra civil, una acción policial” (Hardt/Negri).
Son dos caras de una misma moneda: el Behemot trumpista promueve la militarización policial y la policización militar, ambas con su lógica amigo/enemigo y conjugando directamente seguridad interna y orden internacional, para, mediante una “guerra constituyente” global, ilegal y permanente, establecer un nuevo [des]orden normativo, institucional, político y económico.
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