Ese es, en esencia, uno de los problemas fiscales más graves del país. No la falta de recursos, ni siquiera la presión tributaria, sino la incapacidad —o falta de voluntad— de cuidar el dinero público. Cuando una institución estatal quiebra, no estamos ante un accidente administrativo: estamos ante una falla estructural cuyo costo termina pagando la ciudadanía.

La quiebra de una institución pública no la asumen quienes la gestionaron mal. No la pagan quienes tomaron decisiones equivocadas, aprobaron contratos opacos o permitieron la improvisación. La paga el contribuyente. Siempre. A través de más impuestos, servicios más precarios o recursos que dejan de destinarse a donde realmente se necesitan.

Porque, en muchos de estos casos, el problema no fue la falta de dinero. Dinero había. Presupuestos aprobados, transferencias ejecutadas, fondos disponibles. Lo que faltó fue administración responsable, controles efectivos y rendición de cuentas. Cuando el dinero público no se cuida, desaparece. Y cuando desaparece, alguien tiene que reponerlo.

Cuando el Estado falla de forma reiterada, la factura no se acepta en silencio. La presión ciudadana obliga a respuestas políticas. Aquí, en cambio, la quiebra institucional se ha ido normalizando: se tapa el hoyo, se inyectan fondos, se ajusta el presupuesto y se sigue adelante, como si nada.

Ante el colapso, el Estado no deja caer la institución. No puede. Para evitar consecuencias mayores, recurre a inyecciones periódicas de recursos públicos para “tapar el hoyo”. Pero ese hoyo no surgió de la nada ni es culpa de la ciudadanía. Es el resultado de mala gestión sostenida, decisiones erradas y, en demasiados casos, corrupción sin consecuencias. El rescate financiero puede evitar el colapso inmediato, pero no corrige la causa.

¿De dónde salen esos recursos? No provienen de una fuente abstracta. Salen del ITBIS que grava el consumo diario, del ISR que pesa sobre el trabajo formal y la actividad productiva, de los impuestos que ya pagan ciudadanos y empresas. Dinero que debería ir a salud, educación, infraestructura o seguridad termina siendo redirigido para cubrir errores que la sociedad no cometió.

El impacto es doblemente dañino. Por un lado, se reduce la capacidad real del Estado para cumplir sus funciones esenciales. Por otro, se incrementa la presión sobre una base tributaria ya saturada, generando una sensación profunda de injusticia: pagar más para recibir menos, mientras la impunidad permanece intacta. Si antes el presupuesto no alcanzaba, ahora alcanza menos, porque una parte significativa se consume en rescates recurrentes.

Este patrón no es aislado. Quiebra SENASA. Quiebran las EDEs. Quiebra el Banco Agrícola. Instituciones distintas, sectores distintos, pero un mismo denominador común: déficits persistentes, rescates periódicos y ausencia de responsabilidades claras. Cuando varias entidades públicas operan así, el problema deja de ser sectorial y se convierte en un riesgo fiscal sistémico que compromete al Estado entero.

En otros países, cuando el Estado deja de proteger, la reacción social no es resignación. En Nepal, por ejemplo, la incapacidad del gobierno para garantizar servicios básicos, junto con episodios reiterados de corrupción y colapso institucional, ha provocado movilizaciones ciudadanas masivas que han forzado cambios políticos reales. No porque la ciudadanía sea más radical, sino porque existe un límite social claro frente al abandono estatal.

Allí, cuando el Estado falla de forma reiterada, la factura no se acepta en silencio. La presión ciudadana obliga a respuestas políticas. Aquí, en cambio, la quiebra institucional se ha ido normalizando: se tapa el hoyo, se inyectan fondos, se ajusta el presupuesto y se sigue adelante, como si nada. El resultado es un sistema donde la mala gestión no genera consecuencias y donde el contribuyente asume, una y otra vez, el costo del fracaso.

Dinero había. Presupuestos aprobados, transferencias ejecutadas, fondos disponibles. Lo que faltó fue administración responsable, controles efectivos y rendición de cuentas.

Y frente a ese escenario, la pregunta es inevitable: ¿quién puede con esto?

No puede el contribuyente que ya soporta ITBIS, ISR e inflación.

No puede el trabajador formal ni el pequeño productor.

No puede la clase media que sostiene buena parte de la recaudación.

La discusión, entonces, no debería centrarse solo en cómo cubrir el próximo déficit, sino en por qué el déficit se repite y quién responde por él. Porque un Estado no quiebra cuando se queda sin dinero.

Quiebra cuando deja de cuidar lo que es de todos.

Montserrat Viñals

Montserrat Viñals Prestol es abogada especializada en consultoría de negocios en las áreas corporativa y fiscal. Con más de 16 años de experiencia, ha enfocado su práctica en derecho corporativo, tributario, aduanero, cumplimiento normativo en prevención de lavado de activos, fideicomisos, inversión extranjera, zonas francas y regímenes especiales. Es miembro del Colegio de Abogados de la República Dominicana, y del Consejo Nacional de Consultores Impositivos (CONACI).

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