La atención mediática centrada en la paz en Medio Oriente y la falta de reconocimiento al presidente Trump han hecho pasar por alto un hecho notable: pocas veces los premios Nobel han tenido tantas implicaciones para el Sur Global como este año.
El Nobel de la Paz ha sido, de manera no tan indirecta, un respaldo a las políticas de embargos y sanciones. Pero los fracasos de esas estrategias son evidentes. Cuba sigue en pie, Irán abandonó el acuerdo nuclear y Rusia continúa la guerra en Ucrania. Tres ejemplos, suficientes para entender los límites de la presión económica como herramienta diplomática.
Sin embargo, más allá de la controversia política, para los países del Sur Global, el mensaje más inspirador de esta edición llega desde la ciencia y la economía.
El químico Omar Yaghi, jordano de origen palestino, es apenas el segundo árabe en ganar un Nobel científico. Como antes el egipcio Ahmed Zewail, su carrera se ha desarrollado enteramente en Estados Unidos, donde enseña en la Universidad de Berkeley. Su trayectoria vuelve a poner sobre la mesa el costo de la diáspora —no solo científica— para los países del Sur. Muchos de sus talentos más brillantes han sido galardonados con el Premio Nobel por descubrimientos hechos en el Norte o en centros internacionales del sistema de las Naciones Unidas: el argentino César Milstein, el turco Aziz Sancar o el paquistaní Abdus Salam son sólo algunos ejemplos.
El Nobel de Economía de 2025, por su parte, recupera la fuerza de una idea clave: la “destrucción creativa”, formulada por Schumpeter y retomada por Aghion y Howitt. Es un concepto que hemos aplicado —en un artículo actualmente sometido a revisión en una revista de economía del desarrollo— al análisis de la política científica, en particular la de América Latina. Este concepto resulta especialmente actual para América Latina, donde la política científica y la educación superior necesitan una renovación profunda. No se trata de un simple ajuste, sino de un cambio estructural: un proceso de destrucción creativa que sustituya la dependencia por innovación y la inercia institucional por dinamismo. La política científica y de educación superior latinoamericana lo necesita —y no desde hoy, sino desde la independencia. Comenzó recién en el siglo XX y aún avanza con lentitud.
En ese sentido, la región necesita infraestructura científica de gran escala, proyectos capaces de transformar no solo la investigación, sino también la relación entre universidades e industria. La propuesta de construir un segundo sincrotrón latinoamericano en el Gran Caribe va precisamente en esa dirección: impulsar una big science regional que desencadene cambios transformadores y disruptivos en dos áreas cruciales: la gestión de la ciencia y la educación superior, especialmente en las ciencias, y que fomente la colaboración entre academia e industria, innove y, sobre todo, cree soberanía tecnológica.
El sociólogo brasileño Simon Schwartzman identificó hace décadas uno de los males persistentes de nuestros sistemas: el credencialismo, la tendencia a valorar títulos y jerarquías más que el mérito y la creatividad. Hoy esa lógica se expresa en una innovación sin base científica sólida, con resultados frágiles y poco sostenibles.
Como advierten Philippe Aghion y Peter Howitt, invertir en innovación no basta: hay que destruir lo obsoleto para dejar espacio a lo nuevo. En educación superior, eso significa formar no solo técnicos capaces de aplicar conocimiento, sino también científicos que puedan crearlo, incluso en los niveles más avanzados, lo cual desvirtúa cualquier política que se limite a seguir, con retraso, los desarrollos del Norte.
El problema no es regenerar el tejido industrial: es crearlo, y no como industria auxiliar de las de alto contenido tecnológico del Norte, sino como una política industrial autónoma.
El ejemplo de Brasil es ilustrativo. En 1999 decidió construir un sincrotrón en Campinas. Veinticinco años después, ese proyecto ha dado origen a una industria tecnológica capaz de producir de manera autónoma el 86 % del actual acelerador de luz, uno de los más avanzados del mundo, y a una farmacéutica competitiva a nivel mundial. Una demostración de que apostar por la ciencia puede transformar un país.
Aghion lo ha repetido muchas veces: los Estados deben invertir en conocimiento y educación superior. No es una idea nueva. En 1945 Vannevar Bush la formuló en Estados Unidos, heredando la tradición del Morrill Act, que creó las universidades públicas de investigación.
La enseñanza de los tres Nobel de este año —Joel Mokyr, Aghion y Howitt— parece escrita para el Sur Global. Ya antes de ellos, Joseph Stiglitz, premio Nobel en 2001, había advertido que para que el crecimiento económico sirva como fin último debe reducir la pobreza y convertirse en bienestar social, mejorando la vida de la gente. Lamentablemente el crecimiento de las últimas décadas no ha producido mejoras proporcionales a los indicadores macroeconómicos —sino, más bien, un desplazamiento de la pobreza rural hacia las áreas urbanas.
Mokyr recuerda que las revoluciones tecnológicas son, antes que nada, revoluciones culturales y que la creatividad solo florece donde hay instituciones que valoran la curiosidad y el conocimiento. Aghion y Howitt explican el porqué: sin innovación productiva, las economías quedan atrapadas en estructuras obsoletas. Y Stiglitz nos recuerda el fin último: el desarrollo económico debe convertirse en bienestar social.
Leídas juntas, las ideas de estos economistas que ponen en evidencia los límites de la economía componen una lección clara para el Sur: no basta con crecer, ni siquiera con innovar. Hay que crear entornos donde se premie el riesgo, la curiosidad y la autonomía intelectual. Sustituir la dependencia por capacidad propia, la imitación por creación, y la inercia institucional por transformación cultural y científica.
Y quero concluir como hago a menudo recordando la sencilla lección de economía de otro premio Nobel, el primer latino americano en recibirlo en ciencia, el argentino Bernardo Houssay: La ciencia no es cara. Es cara la ignorancia.
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