En la República Dominicana, la Constitución proclama que la educación es un derecho universal. En teoría, ningún niño debería quedarse fuera del aula. Pero basta mirar hacia las escuelas en comunidades fronterizas o en barrios donde viven migrantes haitianos para descubrir la realidad: miles de niños no logran inscribirse porque les falta lo que aquí vale más que el esfuerzo, la disciplina o los sueños: un papel.

Un acta de nacimiento, una certificación escolar, un documento que certifique la existencia legal de un niño, se convierte en la barrera más elevada. Este año escolar inicia con más trabas. Se exige a muchos niños haitianos presentar certificaciones de sus antiguas escuelas en Haití, traducidas y legalizadas. Un requisito que raya en la burla, porque todo el mundo sabe que en Haití la administración pública está prácticamente paralizada, que hay escuelas cerradas por la violencia y que la legalización de un documento en medio de una situación como la que prevalece en el vecino país es poco menos que un milagro, sin hablar del costo de este papeleo.

Las autoridades suelen repetir que la educación es un derecho garantizado para todos. Sin embargo, en las aulas la historia es distinta. Directores que se niegan a inscribirlos, ministerios que se lavan las manos con resoluciones ambiguas y un Estado que, en vez de proteger a los más vulnerables, los usa como peones en la eterna disputa migratoria. El mensaje es claro: aquí la educación no es un derecho, es un privilegio que depende de tu apellido, tu color de piel y el estatus migratorio de tus padres.

Y mientras tanto, ¿qué pasa con los que quedan fuera? Librados a ellos mismos, con padres o tutores que trabajan todo el día en la construcción, en el campo, en el servicio doméstico o en el chiripeo, estos niños y adolescentes se convierten en presas fáciles. La delincuencia los recluta rápido, los abusos sexuales acechan sin que nadie los proteja, y las adolescentes, sin escuela ni futuro, caen en embarazos precoces que perpetúan el círculo de pobreza y exclusión. Lo que no ofrece la escuela lo ofrece la calle, y la calle casi nunca perdona.

La paradoja es cruel: un Estado que proclama la universalidad de la educación, pero que en la práctica la condiciona a lo que menos depende de un niño: los papeles de sus padres o, peor aún, trámites imposibles en un país sumido en el caos. Y mientras tanto, se fabrica a toda velocidad una generación de jóvenes sin futuro, empujados hacia la marginalidad, la rabia y, muchas veces, la violencia.

Lo que está en juego no es solo la suerte de los hijos de migrantes haitianos. Es la coherencia del propio país. Un Estado que se dice democrático y constitucional pero que cierra la puerta de las aulas a miles de niños se traiciona a sí mismo. Porque una sociedad que margina hoy a los más pequeños, mañana tendrá que convivir con las consecuencias de haberles negado la oportunidad de ser parte.

Al final, la pregunta duele: ¿qué es más peligroso para la República Dominicana, un niño haitiano en un pupitre aprendiendo matemáticas o ese mismo niño, sin escuela, creciendo sin horizontes y a merced de la calle?

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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