Ninguna colonia en el Nuevo Mundo alcanzó el grado de perfección material y organización social de Saint-Domingue, esa joya del Caribe francés que, hacia finales del siglo XVIII, podía mirar con arrogancia a las demás posesiones de las potencias coloniales. Del gran esplendor de Saint Domingue nos dan cuenta los historiadores. Manuel A. Peña Batlle que había espulgado profusamente en las fuentes bibliográficas haitianas y francesas, escribió Orígenes del Estado haitiano (1954). Obra trunca, apenas pudo dar cima a dos capítulos extraordnarios, dados a la estampa por su albacea literario, el poeta Héctor Incháustegui Cabral. En esa obra memorable, el autor hace un retrato impecable de cuál era la majestuosidad de Saint Domingue:
“ En 1789 existían en la parte francesa de Saint Domingue 451 establecimientos azucareros que producían 70 millones de libras de azúcar blanca y 341 establecimientos más que producían 93 millones de azúcar crudo. Existían 2810 plantaciones de café con una producción de 68 millones de libras; 705 plantaciones de algodón que producían 66 millones de libras y 3097 plantaciones de índigo cuya producción llegaba a 1 millón de libras. El valor total de los productos exportados de la colonia se elevaba a 193 millones de libras tornesas por año. El monto de las importaciones que hacía la colonia de Francia y de los Estados Unidos era de unos 200 millones de libras. Se estimaba en 1000 millones de libras tornesas el valor de la propiedad privada radicada en la colonia. El movimiento comercial que todo esto representaba ocupaba más de 700 navíos, franceses y extranjeros, al año”
David P. Geggus, el mayor especialista contemporáneo de la historiografía haitiana, ahonda aún más en estas observaciones:
“La revolución haitiana fue importante tanto por sus logros políticos como por que entonces Saint Domingue tenía la economía de exportación más poderosa de las Américas. Desde sus orígenes como un refugio de piratas en el siglo xvii, la colonia se había convertido en la principal fuente de productos tropicales para Europa. A pesar de ser más pequeño que Massachusetts, con un área total de 20 mil kilómetros cuadrados, fue en diferentes momentos el principal exportador mundial de azúcar, café y añil. En el apogeo de su productividad a finales del decenio de 1780, Saint Domingue exportaba más que todo Estados Unidos, mucho más que México o Brasil, y fue el mayor mercado para el comercio de esclavos en el Atlántico”
( David Geggus: “ La Revolución haitiana” pág. 224, Cf. ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO CIRCULACIONES, CONEXIONES Y MIRADAS, 1756-1867 Antonino De Francesco Luigi Mascilli Migliorini Raffaele Nocera (Coordinadores, Chile 2014 ).
En su apogeo, Saint-Domingue producía la tercera parte del comercio colonial mundial. Era la primera exportadora de azúcar, café, cacao e índigo. Su producción anual superaba en valor al conjunto de las colonias británicas del Caribe. Esa riqueza monumental —alimentada por el trabajo forzado de medio millón de esclavos africanos— se volcaba sobre las ciudades costeras, particularmente sobre Le Cap Français, conocida con justicia como el París de las Antillas.
Allí, el viajero encontraba calles empedradas, faroles de hierro forjado, canales de desagüe, casas de tres pisos con balcones corridos, tejados de pizarra, y un malecón de piedra desde donde se divisaban los mástiles de las embarcaciones europeas. Los puertos eran verdaderos nervios de la economía atlántica: desde allí partían toneladas de azúcar refinada y café molido con destino a Nantes, Burdeos, Marsella, Liverpool, Ámsterdam y Filadelfia. Los bancos de comercio, casas de crédito operaban con una solvencia y una regularidad que desmentían la imagen salvaje del trópico.
La estructura social de la colonia era piramidal, y su estabilidad dependía del equilibrio precario entre las castas. En la cima, los grandes blancos; debajo, los pequeños blancos —soldados, artesanos, comerciantes—; luego, los mulatos libres, muchos de ellos ricos pero legalmente discriminados; y en la base, la masa negra esclavizada, que lo sostenía todo. El orden social descansaba sobre un aparato legal férreo: el Código Negro, las ordenanzas reales, los decretos de intendencia. El sistema se mantenía gracias al temor, la disciplina y la brutal eficacia del castigo. Pero también había en esa estructura una especie de fatalismo aristocrático, como si todos supieran que la grandeza alcanzada era, por definición, insostenible.
La vida social de esta aristocracia era intensa: veladas musicales, representaciones teatrales, tertulias filosóficas, banquetes servidos por decenas de esclavos formados en las artes culinarias francesas, cabalgatas, cacerías, festividades religiosas. El refinamiento de la cultura no excluía la brutalidad de la ley: esta clase cultivaba, al mismo tiempo, el humanismo ilustrado y el látigo, el enciclopedismo y la represión jurídica.
Los grandes blancos eran dueños de ejércitos privados de esclavos y servidores, mecenas de las artes, lectores de Rousseau y Voltaire en la intimidad de sus bibliotecas coloniales. Sus mansiones, verdaderos palacios neoclásicos, estaban adornadas con cortinas de damasco, relojes ingleses, porcelanas orientales, alfombras de Lyon, tapices de Aubusson. Las paredes colgaban grabados de Fragonard o retratos familiares encargados a pintores de la metrópoli.
En 1764, en el recién fundado teatro de la ópera de Le Cap se representaban piezas de Rameau, de Lully y Gluck, En las temporadas teatrales de 1750 organizadas para las ciudades de Le Cap y Port au Prince incluyeron piezas de Moliére, de Racine, Beaumarchais y Marivaux y en los conciertos música de Vivaldi y Haendel. La vida en Le Cap rezumaba voluptuosidad y refinamiento: los cafés, las logias masónicas, las compañías de teatro, las casas de moda, las subastas de arte. Las imprentas daban a conocer las novedades e imprimían los periódicos La Gazette de Saint-Domingue , el principal periódico, fundada en 1764 en Le Cap. Hubo otros como : Affiches Américaines ,Courrier de Saint-Domingue, Le Mercure de France, la Gazette del Leyde, publicación extranjera. Se subastaban obras de arte de Fragonard, de Greuze y otros artistas de renombre.
Moreau de Saint Méry, quien estuvo en Saint Domingue, durante esta época, nos habla de los banquetes organizados por los colonos, cuyo refinamiento podía superar a los de ciudades tan importantes como Burdeos. Alejo Carpentier que estuvo allí hace ochenta años, nos dice en el prefacio de El reino de este mundo que en los años cuarenta Le Cap tenías las apariencias de una ciudad normanda.
Y así, como los jardines de Versalles en vísperas de la Revolución, la colonia más rica del mundo se acercaba, sin saberlo, a su destrucción. El resentimiento acumulado, el desprecio hacia los mulatos, el endurecimiento del régimen esclavista, la influencia corrosiva de las ideas ilustradas mal digeridas, encendieron la mecha de la catástrofe. En 1791, la revuelta de los esclavos puso fin a más de un siglo de acumulación.
Los teatros fueron incendiados, las imprentas silenciadas, las mansiones reducidas a cenizas. Los blancos huyeron o fueron asesinados. La civilización colonial se extinguió bajo el fuego de su propia contradicción. Y con ella, desapareció aquella forma de vida que, sin haber sido justa, había sido brillante.
¿Cómo fue posible que Saint-Domingue —la colonia más rica y próspera del mundo— se transformara en pocos años en el Imperio de Haití, ruina de sí misma, sin instituciones duraderas, sin civilización organizada y sin una economía capaz de sostener su independencia?
La fragilidad de un esplendor sin raíz moral
Saint-Domingue, milagro del comercio atlántico, emporio de azúcar, café y añil, era, en vísperas de la Revolución, una réplica tropical del lujo europeo: con teatros, puertos repletos de navíos, bancos que comerciaban letras en París, villas de mármol y caoba, y una vida mundana que imitaba los fastos de Versalles.
Pero aquel esplendor era ilusorio, cimentado no en principios de libertad ni en instituciones propias, sino en una economía esclavista sin equidad ni previsión. Bastó el temblor de la Revolución Francesa para que todo ese andamiaje se desplomara como una torre sin cimientos.
I-El cimarronaje colectivo y el colapso demográfico de la producción
El primer golpe fatal fue el cimarronaje colectivo: un éxodo masivo de esclavos inspirado por la Revolución. No se trató de simples fugas, sino de una insurrección demográfica: cientos de miles abandonaron las plantaciones, paralizando la producción de azúcar y café.
A diferencia de las evasiones individuales del siglo XVII, esta fue una rebelión política y total. No implicó solo huida, sino rechazo absoluto al trabajo bajo cualquier régimen. En vez de organizar el trabajo libre, se impuso un sistema militar de cuarteles agrarios y adscripción forzosa a la tierra: un nuevo tipo de servidumbre disfrazada de libertad, cuyo objetivo era intentar salvar una riqueza que se volvía escombros.
II-El éxodo técnico de la élite blanca y mulata
La segunda catástrofe fue la pérdida del personal técnico y administrativo. Los blancos —propietarios, comerciantes, notarios, contables, banqueros— fueron exterminados, expulsados o emigraron a Cuba, Jamaica, Luisiana, Filadelfia o Francia. Los mulatos ilustrados, capacitados en las artes de la contabilidad, el comercio internacional y la administración de ingenios, también fueron perseguidos o forzados al exilio.
Saint-Domingue perdió no solo sus productores, sino también sus organizadores. Fue una decapitación técnica: sin conocimientos de navegación, refinamiento de azúcar, rotación de cultivos o finanzas internacionales, la economía sofisticada colapsó.
III-Un poder sin formación ni instituciones
Sobre las ruinas de la colonia se erigió un poder militar sin formación civil ni noción de Estado. Dessalines y sus generales, analfabetos en su mayoría, ejercieron el mando como en el campo de batalla: por la lanza , no por la ley.
El Estado haitiano nació sin constitución, sin tribunales ni escuelas. En lugar de instituciones, se erigieron cuarteles; en vez de justicia, bayonetas. La tierra fue repartida como botín entre los oficiales, no como base para una economía estable. Se cerraron los puertos al capital extranjero, el comercio fue abandonado, y el país cayó en un aislamiento autárquico y militarizado.
El proceso no fue inmediato, pero sí fulminante: entre 1791 y 1804,en apenas quince años, Saint-Domingue pasó de ser la joya del imperio colonial a una nación devastada, sin infraestructura, sin comercio estable, diplomáticamente aislada y con una estructura social fracturada.
El siglo XIX entero será el eco prolongado de aquella destrucción: sin bancos, sin sistema educativo, sin división técnica del trabajo ni comercio marítimo. Mientras otras colonias del Caribe se modernizaban, Haití quedó anclado en la pobreza estructural y en una violencia cíclica nacida de su origen revolucionario mal conducido.
Así se extinguió el sol de Saint-Domingue. No por castigo divino, sino por la suma trágica de errores humanos: la violencia sin ley, la destrucción del saber sin sustitución racional, el odio sin reconciliación y una libertad sin orden.
La historia de Haití comenzó con un apocalipsis económico y moral. Y la gran lección que nos lega es esta: ninguna independencia es viable sin educación, propiedad, instituciones y justicia.
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