En toda sociedad moderna, la política social debe ser un medio para garantizar derechos, no un sustituto del desarrollo. Sin embargo, en República Dominicana el gobierno del PRM ha convertido las ayudas sociales en su principal instrumento de gestión política. Cuanto menor es su capacidad para transformar, construir y planificar, mayor es su dependencia del asistencialismo. La ecuación es simple: la debilidad de la obra pública se compensa con la multiplicación de tarjetas.
En lugar de una estrategia de inversión pública que impulse productividad, empleo y transformación estructural, el gobierno ha optado por expandir aceleradamente las transferencias sociales. Tarjeta Supérate, pensiones solidarias, la ampliación de SeNaSa y ahora la Tarjeta Joven componen un entramado de políticas clientelares que no resuelven las causas de la pobreza, sino que la administran.
Las transferencias sociales, cuando se diseñan con objetivos claros y mecanismos de evaluación, pueden ser una herramienta poderosa de inclusión y desarrollo. Así ocurrió en República Dominicana durante los gobiernos de Leonel Fernández, cuando se implementaron programas de asistencia focalizada supervisados por el entonces vicepresidente Rafael Alburquerque. Aquellos planes combinaron transferencias con formación laboral, apoyo escolar y ampliación de la cobertura de salud, buscando integrar a las familias beneficiarias al circuito productivo y no perpetuar su dependencia.
No se combate la pobreza por necesidad, sino que se reparte por conveniencia
Modelos similares demostraron su eficacia en América Latina. En Brasil, el Bolsa Família logró reducir la pobreza extrema mediante transferencias condicionadas a la asistencia escolar y la vacunación infantil. En México, el programa Prospera (antes Oportunidades) incorporó incentivos educativos y sanitarios, generando movilidad social ascendente en amplios sectores.
La diferencia entre esos casos y el modelo actual del PRM es que allí las ayudas fueron un medio para desarrollar capacidades, mientras que aquí se han convertido en un fin político en sí mismo. No se trata de eliminar las ayudas, sino de orientarlas hacia el desarrollo. En otras palabras, de pasar del reparto a la transformación.
La ampliación de SeNaSa, anunciada personalmente por el presidente Luis Abinader, fue presentada como un gran logro de inclusión social. Sin embargo, la evolución del programa muestra que se incorporaron cientos de miles de nuevos beneficiarios sin que existiera un aumento proporcional en la red hospitalaria ni en el financiamiento de tratamientos. Peor aún, en los últimos meses han salido a la luz investigaciones sobre irregularidades y presuntos desfalcos en SeNaSa, con montos que —según diversas fuentes— superan los RD$ 40,000 millones. La percepción generalizada es que la expansión del padrón de afiliados no tuvo un propósito sanitario, sino político, como señaló el presidente Leonel Fernández, y también administrativo, abriendo espacio al uso discrecional de fondos públicos.
Paradójicamente, las propias cifras oficiales del Ministerio de Economía y de la Oficina Nacional de Estadística muestran que la pobreza monetaria bajó a 18.05 % en el primer trimestre de 2025, frente a 18.98 % en 2024. Es decir, mientras la pobreza se reduce, las ayudas sociales aumentan. Este contraste revela que no hay un diseño técnico ni una planificación social que justifique su expansión: lo que hay es una estrategia de permanencia electoral. En otras palabras, no se combate la pobreza por necesidad, sino que se reparte por conveniencia.
Otro aspecto que evidencia la falta de planificación social es cuando el propio presidente Abinader reconoce que no se aplica la indexación salarial por inflación, prevista en la ley, para poder continuar emitiendo tarjetas clientelares. No parece detenerse a pensar que, mientras crece la ayuda a quienes no tributan, la falta de indexación del Impuesto sobre la Renta (ISR) castiga silenciosamente a quienes sí pagan y a quienes menos ganan. Esto es así porque la indexación es justa y está contemplada en la ley, mientras que las tarjetas compran adhesiones.
A esto se suma un fenómeno aún más preocupante: la proliferación de obras inconclusas o con graves fallas estructurales, que se convierten en gasto improductivo. Cada obra paralizada o mal construida representa recursos inmovilizados o desperdiciados, deuda acumulada y pagos de intereses que no generan usufructo ni beneficios para la sociedad. El dinero invertido en proyectos sin terminar o mal construidos es capital muerto: aumenta el déficit, agrava la deuda y reduce la capacidad del Estado de invertir en obras nuevas o de impacto real. Mientras tanto, los recursos que podrían dinamizar la economía y generar empleo se diluyen entre tarjetas, bonos y promesas. De esto nace el rechazo contundente de una posible reforma tributaria, que solo contempla agravar a los que pagan, premiar a los que no pagan y otorgar más recursos a la corrupción administrativa y al clientelismo.
El Estado se convierte en una máquina de repartir beneficios inmediatos, mientras los grandes proyectos se detienen
Este modelo no construye ciudadanía, sino dependencia. El gasto corriente crece, el endeudamiento se amplía y la inversión productiva se retrae. El Estado se convierte en una máquina de repartir beneficios inmediatos, mientras los grandes proyectos se detienen o se diluyen entre propagandas y promesas incumplidas.
El PRM ha sustituido la gestión por la dádiva, la obra por la tarjeta y la visión de desarrollo por la inmediatez electoral; de ahí, el porqué se desacelera el crecimiento económico. Y cuando la política se reduce a repartir beneficios para mantener adhesión, la pobreza deja de ser un desafío nacional para convertirse en un instrumento de poder.
Porque al final, cuando un gobierno no puede vender resultados, compra conciencia. Y cuando las tarjetas se convierten en el símbolo de la gestión, la verdadera obra de gobierno es la pobreza misma.
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