La sorpresiva renuncia del almirante Alvin Holsey, jefe del Comando Sur de Estados Unidos, se produce en medio de un inusual despliegue militar en el Caribe que incluye destructores de misiles guiados, aviones F-35 y unos 6 500 soldados. La decisión del alto oficial, que no ofreció razones públicas, desató un alud de interpretaciones sobre posibles desacuerdos internos en el Pentágono y sobre el verdadero propósito de las operaciones que Washington impulsa frente a las costas de Venezuela, bajo el viejo pretexto de la “lucha antidrogas”.

Este retiro inesperado reabre un debate que trasciende la coyuntura: el del papel histórico del Comando Sur como herramienta de proyección de poder de Estados Unidos en América Latina. Desde su creación, esa estructura ha servido como brazo ejecutor de la política exterior estadounidense, una misión que ha mutado de las operaciones contrainsurgentes de la Guerra Fría a la actual estrategia de control geoeconómico sobre los recursos naturales de la región. La salida de Holsey, más que un hecho administrativo, pone nuevamente bajo la lupa la naturaleza misma de la doctrina militar que ha moldeado, durante décadas, el pensamiento y la obediencia de los ejércitos latinoamericanos.

Esa misma lógica reaparece en las palabras de la ex jefa del Comando Sur, generala Laura Richardson, quien declaró sin ambages que “a Washington le urge aprovechar al máximo la diversidad y riqueza en recursos naturales con que cuenta América Latina. Con todos sus ricos recursos y elementos de tierras raras, tienes el triángulo de litio, que hoy en día es necesario para la tecnología. El 60 % del litio del mundo está en el triángulo de litio: Argentina, Bolivia, Chile”. La frase, lejos de la diplomacia habitual, desnuda la continuidad de una doctrina que combina retórica moralista con fines geopolíticos. Del carbón japonés al litio del triángulo andino, el hilo conductor sigue siendo el mismo: asegurar el acceso a materias estratégicas indispensables para la industria y la hegemonía tecnológica del norte.

Formación militar subordinada

Cuando el secretario de Estado Daniel Webster proclamó en 1851 que “el carbón es un regalo de la Providencia guardado en las entrañas de Japón para el beneficio de la familia humana”, no hacía otra cosa que revestir de misticismo la pretensión de dominio sobre los recursos ajenos. Esa visión de un destino manifiesto —que confería a Estados Unidos el derecho casi divino de disponer de los bienes naturales de otras naciones— ha persistido a lo largo de los siglos y hoy se reconfigura bajo nuevos nombres: seguridad energética, estabilidad regional o defensa de la democracia.

Desde la advertencia de Simón Bolívar sobre los peligros del naciente imperio hasta los testimonios del general Smedley Butler, quien reconoció haber sido “el músculo de Wall Street y de los grandes negocios… un mafioso del capitalismo”, la historia revela una constante: los ejércitos del sur han sido entrenados para servir los intereses del norte. Butler llegó a ironizar: “Cuando miro hacia atrás, pienso que podría darle clase a Al Capone, con la diferencia de que él operaba en tres distritos y yo operé en tres continentes”.

Hoy, cuando los destructores y aviones de combate vuelven a surcar el Caribe, la renuncia de Holsey nos recuerda que detrás de los uniformes y los comunicados oficiales subsiste una vieja doctrina que sigue moldeando el destino militar y político de nuestra región. Como profetizó Bolívar, “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”, y cada nuevo episodio —ya sea una “operación humanitaria” o una “misión de paz”— confirma que la sombra del imperio continúa proyectándose sobre el Caribe, esa frontera donde, como escribió Bosch, siguen midiéndose las fuerzas del poder mundial.

El Caribe ha sido la frontera donde se han medido los imperios, y la reflexión de Juan Bosch lo confirma con claridad profética. En el libro “De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial”, escribió: “Estados Unidos inició en el Caribe la política de la subversión organizada y dirigida por sus más altos funcionarios, por sus representantes diplomáticos o sus agentes secretos; y ensayaron también la división de países que se habían integrado en largo tiempo y a costa de muchas penalidades”.

Bosch agregó una advertencia de alcance universal: “Estados Unidos fue el último de los imperios… El mundo no acertó a darse cuenta a tiempo de los peligros que había para cualquier país de la tierra en la práctica de cualquiera de esos métodos imperiales, y sucedió que años más tarde la práctica de la subversión se había extendido a varios continentes y el procedimiento de dividir naciones se aplicaba en Asia. Donde durante largos siglos había habido una China, una Corea y una Indochina, acabó habiendo dos Chinas, dos Coreas, dos Viet Nam, cada una en guerra contra su homónima”.

Doctrina de Seguridad Nacional

La Doctrina de Seguridad Nacional de Estados Unidos fue el instrumento ideológico y estratégico que, a partir de la Guerra Fría, orientó la política militar de Washington hacia América Latina y el Caribe. Bajo la premisa de que la principal amenaza ya no provenía de potencias externas, sino del “enemigo interno”, esta doctrina convirtió a las fuerzas armadas latinoamericanas en guardianas del orden político y económico afín a los intereses de Estados Unidos. Su propósito real fue asegurar la estabilidad de gobiernos aliados y frenar cualquier intento de transformación social o soberana en la región. En nombre de la seguridad continental, se legitimaron dictaduras, golpes de Estado, persecuciones y torturas, mientras se consolidaba una red de subordinación militar y doctrinal que convirtió la defensa hemisférica en un eufemismo de control imperial.

El Comando Sur ha sido, históricamente, el laboratorio donde se ensayan esas políticas. Desde Panamá hasta Florida, sus bases y escuelas militares han “formado” generaciones de oficiales latinoamericanos bajo la orientación de la Doctrina de Seguridad Nacional. Según el escritor Jorge Majfud, en La frontera salvaje, esa doctrina promovió “acciones de política exterior de Estados Unidos tendentes a que las fuerzas armadas de los países latinoamericanos asumieran la labor de frenar los procesos revolucionarios de sus países utilizando métodos sistemáticos de violencia, provocando un terrorismo de Estado”.

De acuerdo con los manuales de instrucción desclasificados en 1996, los entrenamientos incluían técnicas de contrainsurgencia, operaciones de comando, guerra psicológica, inteligencia militar y tácticas de interrogatorio, además de instrucciones sobre tortura, extorsión y ejecución sumaria. Fueron dictadas por Estados Unidos y aplicadas en toda la región, con la honrosa excepción de Chile y Argentina, donde algunos responsables pagaron sus crímenes. En la mayoría de los países, esos actos horrendos quedaron impunes, junto al desmedido enriquecimiento y la participación directa en la desestabilización de gobiernos adversos a Washington.

Esa subordinación ha tenido consecuencias devastadoras. Guatemala lo vivió en 1954, cuando el presidente Jacobo Árbenz, ante la inminencia de su derrocamiento orquestado por la CIA, confesó: “Quizás el más grande de los errores que cometí fue la confianza total que tenía en el Ejército de Guatemala, y el haber transmitido esta confianza al pueblo y a las organizaciones populares. Pero nunca me imaginé que, ante un caso de agresión extranjera, en que estaba en juego la libertad de nuestra patria, su honor y su independencia, el Ejército podría traicionarnos”.

República Dominicana: Un lacerante ejemplo

La República Dominicana tampoco escapó a ese molde. Durante el siglo pasado, Estados Unidos la convirtió en una verdadera cabeza de playa para sus intereses en el Caribe. En 1916, invadió el país con el pretexto de impedir que potencias europeas, en especial Alemania durante la Primera Guerra Mundial, establecieran presencia en la isla. Aquella ocupación consolidó el control financiero y militar de Washington y allanó el camino para los 31 años de dictadura de Rafael Leónidas Trujillo Molina, un régimen sostenido por el beneplácito norteamericano que aseguró la estabilidad política y económica favorable a sus intereses.

Casi medio siglo después, en 1965, Estados Unidos volvió a intervenir militarmente, esta vez para impedir que la República Dominicana se convirtiera en “otra Cuba” y contener el avance del comunismo en América Latina y el Caribe. La invasión se cubrió luego con la llamada dictadura ilustrada de Joaquín Balaguer, heredero político del trujillismo y fiel custodio de la orientación dictada desde el norte. En ambos períodos se perpetraron los crímenes más atroces contra el pueblo dominicano, siempre con los militares como punta de lanza. Es uno de los reflejos más descarnados de la “cooperación” impuesta por la doctrina imperial, que convirtió a las fuerzas armadas en instrumentos de dominación, aun a costa de la soberanía y la dignidad nacional.

La visión de control no fue disimulada por los propios líderes estadounidenses. Siendo senador, John F. Kennedy lo admitió en 1959: “En América Latina, los ejércitos son las instituciones más imperantes, por lo que es necesario mantener lazos con ellos. El dinero que les enviamos es dinero tirado por el caño en el sentido estrictamente militar, pero es dinero invertido en un sentido político”. Una década después, Richard Nixon reafirmó el mismo principio ante el Consejo de Seguridad: “Nunca estaré de acuerdo con la política de restarle poder a los militares en América Latina. Ellos son centros de poder sujetos a nuestras influencias; los otros, los intelectuales, no”.

Ese esquema de control se mantiene, aunque los escenarios cambien. La renuncia de Holsey, primer afroamericano en dirigir el Comando Sur, ocurre cuando el discurso de la “seguridad hemisférica” vuelve a mezclarse con el de la competencia global por los recursos naturales. Su salida —sin explicaciones y en plena escalada militar— puede interpretarse como un síntoma de tensiones dentro del propio aparato estadounidense, donde se enfrentan quienes buscan mantener una política de contención clásica y quienes impulsan una estrategia de presión directa sobre los países que resisten la hegemonía de Washington.

En ese tablero, el Caribe y América del Sur continúan siendo laboratorios de amenazas de intervención y ensayo. Las recientes operaciones marítimas con víctimas civiles, presentadas como acciones “antinarcóticos” y “narcoterroristas”, recuerdan las intervenciones de otras épocas. Cambian los pretextos, no la doctrina. Bajo diferentes nombres —defensa preventiva, libertad de navegación o combate al tráfico ilícito— persiste la misma convicción imperial de que la seguridad de Estados Unidos se garantiza extendiendo su presencia militar más allá de sus fronteras.

POSTDATA:

NOTA 1. Cuando el secretario de Estado Daniel Webster proclamó en 1851 que “el carbón es un regalo de la Providencia guardado en las entrañas de Japón para el beneficio de la familia humana”, tenía razón en su tiempo, debido a que Japón poseía grandes reservas y era visto como una futura potencia carbonífera. Sin embargo, esas reservas se agotaron o dejaron de ser rentables, y la economía japonesa migró hacia la industria tecnológica y la importación energética.

NOTA 2. El término “Triángulo del Litio” comenzó a usarse en la década de 2000 en estudios geológicos, informes energéticos y medios internacionales para describir la zona triangular formada por el Salar de Uyuni (Bolivia), el Salar de Atacama (Chile) y los salares del norte argentino (Olaroz, Cauchari, Hombre Muerto). Del carbón japonés al litio del triángulo andino, el hilo conductor sigue siendo el mismo: asegurar el acceso a materias estratégicas indispensables para la industria y la hegemonía tecnológica del norte.

Rafael Méndez

Periodista

RAFAEL MENDEZ. -Periodista de profesión. Diputado al Congreso durante 14 años. Director Ejecutivo-Internacional Antimperialista de los Pueblos. Coordinador-Capitulo Dominicano-Internacional Antifascista. Miembro Dirección Central-Partido Fuerza del Pueblo. Ex presidente del Colegio Dominicano de Periodistas. Pasado Secretario General de los Sindicato Nacional de Periodistas Profesionales y del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa, así como miembro de los Consejos Directivos de la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP) y de la Organización Internacional de Periodistas (OIP). Político, ex diputado durante 14 años.

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