"Las naciones no tienen amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes”-Henry John Temple, lord Palmerston (1784–1865).
Durante meses, los medios occidentales vaticinaron una inminente derrota de Rusia, pero los últimos acontecimientos indican un posible colapso del ejército ucraniano.
En el plano militar, los avances rusos en el suroeste de Donetsk y el norte de Lugansk consolidan su posición. En Kursk, informes apuntan a la captura en el último día de varias poblaciones clave (Pogrebkí, Orlovka, Nikolski y Novaya Sorochina), abriendo paso hacia Malaya Loknia, una fortificación ucraniana de relevancia. La caída de Sverdlikovo habría bloqueado la principal vía de abastecimiento ucraniano. Según informes rusos, la ofensiva en Kursk ha dejado más de 64 mil bajas, entre muertos y heridos, junto con pérdidas considerables de tanques y vehículos de combate occidentales.
Diversos medios, antes de afinar forzosamente la narrativa antirrusa, empiezan a reconocer que Kiev se encamina a una derrota segura y que solo le quedaría la opción de negociar la paz. En este contexto, la determinación de Donald Trump de acabar con la guerra bajo sus propios términos refuerza la necesidad de un alto el fuego bajo condiciones mutuamente ventajosas para las partes involucradas.
La esfera diplomática confirma también el cambio de rumbo. La exclusión de Europa de las conversaciones de Riad entre Estados Unidos y Rusia, sumada a las críticas de Trump contra la supuesta inacción de los líderes europeos luego de tres años de conflicto, dificulta el alivio de un distanciamiento que va más allá de las disputas comerciales. Así lo evidencia la reciente resolución aprobada en el Consejo de Seguridad de la ONU, redactada por Estados Unidos y adoptada sin las enmiendas europeas ni la etiqueta de “agresora” para Rusia. Este texto subraya la aproximación entre Trump y Putin y deja en entredicho la tradicional colaboración transatlántica con los Estados Unidos.
En este contexto, la estrategia de Trump parece aludir a tres objetivos:
- Poner fin a la guerra en Ucrania, garantizando el acceso de Estados Unidos a recursos estratégicos, especialmente tierras raras. Zelensky, en una visita a Washington pautada para el viernes 28 de febrero, habría aceptado de antemano las condiciones revisadas para explotar estos recursos, claves para contrarrestar la hegemonía china.
- Cerrar un acuerdo directo con Moscú, al margen de Europa y del propio gobierno ucraniano, con el fin de congelar el conflicto a través de concesiones recíprocas.
- Trasladar el costo de la seguridad de Ucrania a los miembros de la OTAN e Inglaterra, liberando a Washington para centrarse en su pugna con Pekín y atender intereses en América y otras regiones estratégicas.
Ante esta reorientación de prioridades, Europa se ve forzada a revisar su dependencia de la protección militar y económica de Estados Unidos. Sin embargo, varios gobiernos europeos persisten en su respaldo a Zelensky, prometiendo en la reciente cumbre de Kiev más fondos y suministros bélicos a una guerra que entendemos ya está decidida a favor de Rusia, sin perder de vista el hecho de que Ucrania tiene un presidente que perdió su legitimidad y que cuenta con un 4% de apoyo de la población.
La tensión se dispara con la promesa francesa de desplegar armas nucleares en territorio alemán y el anuncio de Londres de enviar contingentes europeos a la retaguardia del extenso frente activo, a lo que Moscú ha respondido declarando que toda tropa extranjera en suelo ucraniano que no cuente con su consentimiento negociado será objetivo militar legítimo.
Mientras tanto, en Estambul se ha producido otro acercamiento de alto nivel entre Rusia y Estados Unidos: ambas potencias se comprometieron a reanudar vuelos directos, financiar actividades diplomáticas y devolver propiedades incautadas a las misiones rusas durante la administración Biden. Este giro en la política exterior norteamericana revela un interés mutuo por rebajar tensiones y explorar acuerdos que no toman muy en cuenta a la Unión Europea.
En medio de esta dinámica, ciertos líderes europeos buscan una salida negociada para acceder de forma “equitativa” a las tierras raras ucranianas, en calidad de alternativa al acuerdo entre los EEUU y Ucrania. El distanciamiento se pone en relieve cuando el futuro canciller alemán, Friedrich Merz, alerta sobre la indiferencia de la Casa Blanca y cuestiona si el modelo transatlántico heredado de la Guerra Fría sigue vigente.
En ayuda de esa presunción figura la reciente visita de Emmanuel Macron a Washington. El presidente galo viajó a Europa sin obtener resultados concretos, lo mismo que el primer ministro británico, Keir Starmer, quien, tras escuchar a Trump descartar la adhesión de Ucrania a la OTAN y rehusarse a canalizar más fondos a un gobierno que —según el mandatario estadounidense— no ha rendido cuentas por el destino de 350 mil millones de los contribuyentes norteamericanos, no pudo menos que prometer el incremento militar de su país, sin dejar de mantener su retórica rusófoba.
Así las cosas, Europa se enfrenta a la disyuntiva de reforzar sus capacidades económicas y defensivas o conformarse con un rol subsidiario en el nuevo orden que están forjando Estados Unidos y Rusia. Las próximas decisiones de sus líderes podrían redefinir la posición de todo el continente en la reconfiguración global, donde soberanía, seguridad y acceso a recursos estratégicos se convierten en las verdaderas monedas de cambio.
La historia se escribe con alianzas cambiantes, y la guerra en Ucrania podría convertirse en un punto de inflexión que precipita la transformación del orden internacional. Si Europa no asume su propia responsabilidad estratégica, corre el riesgo de quedar marginada en un futuro donde los intereses de grandes potencias —como Estados Unidos, Rusia y China— delinearán la geopolítica. En ese sentido, el desenlace del conflicto ucraniano no solo define el destino de Zelensky, que ya es de por sí tenebroso, sino también la posición que cada bloque de poder ocupará en un mundo en plena reconfiguración o reordenamiento de sus polos de poder.
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