En el Mirador tuvo lugar mi primera reconciliación con una ex, luego que por más de un mes reintentara consistentemente -pero sin éxito- recibir otra oportunidad. Mi novia gringa no me comprendía; me quiso, me amó, pero aquello le faltó, comprensión, y no sin razón. Eramos tan desiguales que pudo ser peor. Yo -un marrón del Caribe-, musicalmente disfrutaba todo lo que incluyera un tambor, y ella -una blanca de Upstate New York-, básicamente Billy Joel, y si algo más tenía que ser bien pop. Pero nos divertíamos.
El caso es que, una tarde de un sábado de febrero aceptó que conversaramos. Llegué a su casa poco antes de las 5pm; en una calle paralela a la av. Sarasota y que términa en la pared oeste del Carol Morgan. Le propuse que fueramos al Mirador caminando y aceptó.
En esa época del año la noche comienza temprano, pero en eso nadie estaba pensando. Nos sentamos frente a frente en uno de esos bancos que están en el camino interno del parque, muy próximos al número 4. Después de terminar mi discurso, cabizbajo, pero con un ojo trabajando, me preguntó casi sollozando lo que yo estaba esperando: “¿por qué lo hiciste?”, y reaccioné más rápido que inmediato -como debería hablarle al juez todo acusado-: “perdóname, lo siento”, y casi en automático nos dimos un abrazo y así nos quedamos. Por más de una hora, ella entre llantos y entrelazada en mis brazos; y yo, mirando a ambos lados porque sin darme cuenta ya el sol se había excusado. Aunque la oscuridad me avispó, no podía poner en riesgo ese abrazo que tanta brega había costado.
No fue una premonición, ni tampoco mi intuición. Tenía una vida de experiencias en el Mirador y ningún precedente que justificara algún temor. Fue la Ley de Murphy: “si algo puede salir mal, saldrá mal”, y así pasó.
Como caídos del cielo, pero realmente de un árbol, aparecieron tres prietos, no como yo que pretendo serlo, sino como los de películas de barcos negreros. Uno tomó a Carrie, puso un cuchillo en su cuello y por detrás se apretaba contra su cuerpo. Eso me distrajo bastante, pues el que me tocó no resultó tan intenso y se mantuvo en paralelo. El otro supervisaba y nos revisaba, los tres temblando de miedo. Aunque fue un momento muy serio, por su torpe desempeño nunca pasó por mi mente que algo peor fuera a sucedernos.
Justo antes de iniciar la interacción logré quitarme el reloj y con sigilo lo lancé a pocos pasos, al parecer nadie me vio. Era mi primer reloj, bonito y rarísimo, marca Lobor, uno que había negociado entonces hacía más de 8 años en la barbería de Caché; recuerdo que me lo puse de una vez y el periquero necesitado se fue contento con 220 pesos y una chatica de Ron Palo Viejo. En ese atraco lo pude perder, pero lo salvé. Ahora tocaba salvar mi mujer.
Me dirigí específicamente al tipo que sujetaba a Carrie diciendo: “déjala, tomen lo que quieran, pero no la toques, no te atrevas, suéltala!” (Y la gringa seguía llorando, ahora supongo que con más miedo que pena; imagínense, qué más podía yo hacer). Al final correspondieron, en total nos quitaron 350 pesos -a ella 150 y a mí 200, y su teléfono Startac, pues el mío lo había dejado en el carro dizque por miedo a un aguacero.
Cada uno se marchó en diferente dirección y con muy pocas palabras: “ven!, calla!, no!, dame dinero, dámelo!”; cosa que sumado a todo lo demás que solo un sociólogo dominicano puede valorar (tres negros-pardo flacos con gorras y zapatos), inferí que podían ser haitianos trabajadores de una de las torres en construcción en la av. Anacaona.
Aprovechando la reconciliación y esa aventura que marcaría el inicio de una nueva temporada para la relación -¡Manuel, mi salvador!-, saqué mi pecho, tomé a Carrie de la mano y le dije vamos a poner la denuncia.
Al llegar al destacamento ubicado en el número 5 del parque, otras personas estaban en lo mismo, y teníamos que esperar, pero luego de unos minutos en fila me puse creativo. Justo al lado de uno de los policías de turno conté mi historia a otro denunciante. “Acaban de robarnos nuestras cadenas de oro, a ella también un anillo con un diamante, unos aretes de oro 14k y 150 dólares, y a mí dos mil pesos”. Al escucharme y verme con mi gringa se creyeron el cuento y empezó el trato digno.
“Amigo venga por aquí”, dijo el raso luego de secretear con el teniente lo que yo había contado. Nos llevó donde un escribiente a que registrara nuestras generales y la lista de bienes robados. Luego que terminé la declaración me pregunta: “¿si ustedes ven los ladrones frente a frente los reconocerían?” Y le respondo: “pero claro comandante, eso pasó hace un ratico… y ellos a nosotros también”.
El raso se mira a los ojos con el teniente, y este le dice al escribiente, “ya no tome ma denuncia y el que falte que venga mañana”. Mandó a buscar la llave del vehículo que tenía disponible, una guagua OMSA gris con capacidad para 90 pasajeros, por alguna razón aparcada en el destacamento. Nos dicen que íbamos a encontrar esos delincuentes, que iríamos a varios puntos de los barrios que circundan el Mirador por su lado sur, y que no tengamos miedo, que nadie nos podría hacer daño. Nuestro gran consuelo: la palabra de otro delincuente, en este caso uniformado y armado.
Así empezó la parte dos de la película. En cada parada del “paseo” el autobús se dejaba estacionado en la Cayetano Germosén con el escribiente aquel cuidándolo, y nosotros acompañados por el raso y el teniente visitamos algunas esquinas, colmados y callejones entre los kilómetros 8 y 8 y ½, principalmente. En cada punto nos sacaban uno y dos posibles “sospechosos” de confianza, pero nunca ninguno fue tan prieto como los que recuerdo para que al menos lo confundiéramos. En cuanto a eso fuimos testigos responsables y serios.
Al final de la jornada -fallida para la picada policial-, nos informan que debíamos regresar al destacamento [vale decir, el que por nosotros -o el compromiso de rescatar nuestros bienes robados- habían cerrado], pero aprovecho de nuevo y les digo que podían dejarnos un poco más adelante, que por ahí tengo varios amigos y soy conocido. Me refería al Invi (Km. 10 de la Sánchez), mi comunidad de tantos años. Y eso hicieron. Es que entendí oportuno seguir agregando contenido a la experiencia de Carrie, ya que a ese punto de la noche el nivel de excitación se había encargado de reinventarnos como relación, y para consolidarnos pensé inteligente ponerla a ella a contar todo lo que habríamos pasado a par de panas del barrio; además de que por ahí conseguiría con seguridad que me prestaran para pagar un taxi y retornar. Y así fue, me salió fenomenal.
La noche terminó en casa de Carrie, emocionados y nuevamente enamorados como los que más, que es cuando los “te amo” fluyen con mayor facilidad.
Nunca volvimos juntos al Mirador, pero desde ese día nos vimos todos los días que siguieron hasta su despida al retornar a su campo en Nueva Yol.
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