Quienes crecimos entre las últimas dos décadas del siglo XX, con el Parque Mirador Sur como patio y algo de libertad, tuvimos la adolescencia más sana y divertida posible para un niño de la capital; no exactamente de los de arriba de la av. Anacaona (para quienes el parque siempre les ha servido de jardín de pedestal y un lugar al que asistir -normalmente- solo bajo el control parental), sino de los de abajo de la Cayetano Germosén y hasta el malecón; libélulas de la clase media de la última generación sin celulares como normalidad, todos a la misma distancia de la av. Independencia, entre las costas del Mar Caribe y el histórico farallón, rediseñado como una maravilla de la visión del también último gran dictador dominicano, ese que unos llamaban “El Doctor”, Elito, y quizás con mayor razón el padre de la reforestación.
En esas coordenadas los linderos geográficos y culturales de mi universo urbano durante mi niñez y pubertad, salvo por las breves intermitencias promovidas por mis padres para que algunas vacaciones me enterase que mi ciudad y mi país, incluso el mundo -más allá de mi mundo-, eran más grandes de lo que pensaba, cosa que empecé a comprobar desde las aeronaves de Dominicana de Aviación. Pero entre San Cristóbal y Puerto Plata, Puerto Rico y Nueva Yol, vía Las Américas y el aeropuerto Gregorio Luperón, a nada quise nunca regresar con tanta intensión como a mis aventuras en el Mirador.
Contando las aguas subterráneas que se dicen fueron balnearios de nuestros aborígenes, y que aún siguen ahí como prueba ecológica de esa idea, las múltiples cuevas con pictografías ancestrales, los árboles frutales para que nunca ganase el hambre (ginas, mangos, cerezas, naranjas, almendras, cocos e incluso aguacates), un lago artificial repleto de peces reales y un trencito turístico no pocas veces el tiro al blanco de nuestras maldades; ni en Indiana Jones ni en los Goonys encontrábamos que envidiarles, sobre todo cuando jugábamos a lanzarnos en yaguas secas desde las pendientes más altas entre los números 9 y 10, cosa que tiempo después vi con potencial olímpico en “Cool Runnings” (1993), y que mi entonces capacidad de soñar despierto me hizo creer; así como hoy muchos creen en las versiones de la historia dominicana contadas por Iván Gatón.
En el Mirador me despedí del asma. Esto fue luego de tantas veces competir contra mi limitación de trotar más allá del número 8, donde solía colapsar por la opresión en el pecho y esa tremenda dificultad para respirar, aun tratándose del mejor aire de la ciudad; pero un buen día corrí mucho más allá, y emocionado -cual Forrest Gump más rápido que su agresor- al retornar, rebosante de felicidad, -acaté la sugerencia de un transeúnte y- di un “zumbón” tan fuerte y perfecto a la bombita del asma que sorprendido de mi habilitad me convencí de poder “pichar”, y desde entonces empecé a practicar, lo que para mí eso era lanzar coquitos y piedritas a todo dar narrando el juego donde yo era el estelar. Otro recuerdo imposible de borrar.
En el Mirador tengo tantas primeras cosas, como mi primera cita sin chaperona, y que bakano me pensaba poniendo a mis amiguitos a envidiarme, y hasta a los tiguerones del Invi Nuevo, que solían subir por igual dizque a “caminar”, en fin, los tenía a todos maquinando: “miren a Manolito con ese cromito” -y sin gastar un chele-. Ay de mí si me descuidaba!
Fue en el mirador mi primer beso bajo la lluvia, y más tarde el primero bajo la luna; allí también me hice atleta y dejé de serlo, me hice poeta y lo sigo siendo. Mi primer verso: “vamos a brechar a las cuevas del Mirador”.
Por cosas como esas fue allí donde me enamoré por primera vez con consciencia de hacerlo [vaya contradicción: un enamoramiento consciente]. También en ese parque aprendí a correr, paradójicamente no a montar bicicleta ni patines, como tampoco a pelear (todo eso fue producto del instinto de superveniencia barrial), pero si donde me convencí de que el skateboard, a pesar de cool, me resultaba aburrido.
Fue también en el Mirador donde la idea de ahorrar se hizo necesidad, cuando hacíamos un serrucho de dos pesos para alquilar un botecito en el lago, pero que terminaba por hundirse pues éramos cinco abordo y solo uno remando. Un buen día se me ocurrió que quería un bote exclusivo, pero estaba confundido. Cuando por fin logré rentar solo para mí el botecito el juego perdió sentido, pues sin el riesgo de zozobrar, remar por remar dejó de ser divertido, y solté eso.
Más importante que todo lo demás es que fue en el Mirador donde aprendí a cortejar sin acosar, y siendo aún más sincero reconozco que incluso el arte de conversar con una mujer de verdad -no con niñas de mi edad-. Esto sucedió en la etapa de mi vida donde “subía” al Mirador a entrenar, y en principio solo a eso, yo, un pretendido peloterito que como único fin existencial compartía con mis compañeros una agenda nada particular: correr, soltar, jugar, practicar y chismear, y necesariamente también descansar. Y era precisamente en ese intervalo donde la interacción con señoras solía pasar.
La clave era ser cortés sin olvidar que mi objetivo era entrenar, del resto se encargaba el sudor, mi físico espectacular, las feromonas y saber disimular. La sonrisa no podía faltar. Ese patrón al poco tiempo nos hacía sentir familiar. Hoy un “hola!”, mañana “hola, cómo está?”; otro día se agrega un cumplido, y sin darnos cuenta somos amigos hasta con nombre y apellido. La paciencia no conoce de derrotas.
En una ocasión se me fue la mano enseñando a una señora a hacer abdominales. Aquello terminó siendo algo vergonzoso para ambos, aunque en mi caso generó más miedo que otra cosa, especialmente porque luego me enteré de que era madre de un amigo de mi amigo José Leger, y entonces decidí nunca más volverla a ver.
De esos días surgieron muchas otras historias, que no terminaron en el Mirador, pero como ahí empezaron, me limito a su mención de honor.
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