Por siglos, el capitalismo ha mutado adaptándose a cada revolución técnica con la voracidad de un sistema que se nutre del trabajo, el deseo y el tiempo de los pueblos. Hoy, esa lógica alcanza un punto de inflexión: no solo trabajamos para consumir, sino que vivimos para generar datos. No vendemos ya nuestra fuerza de trabajo, sino que entregamos —gratis y con obediencia— los fragmentos más íntimos de nuestra existencia a plataformas que nos observan, predicen y moldean. Es la era del Tecnofeudalismo, como lo han llamado críticos contemporáneos como Cédric Durand, Shoshana Zuboff y Yannis Varoufakis.
Las grandes corporaciones tecnológicas —Google, Amazon, Meta, Apple— han dejado de ser simples agentes económicos. Hoy son estructuras de poder con capacidades que rivalizan con las de los Estados. No compiten en el mercado: lo administran. No venden productos: gobiernan entornos digitales que capturan nuestra atención, nuestro lenguaje, nuestras emociones y nuestras relaciones. Como en los viejos feudos medievales, imponen su ley sobre vastos territorios virtuales donde todo lo que ocurre deja huellas: datos que son explotados como oro líquido del siglo XXI.
Zuboff ha descrito este proceso como capitalismo de vigilancia: un orden en el que el comportamiento humano es la nueva mercancía. Pero más allá de esa categoría, se configura una relación de dominio mucho más profunda. No es solo vigilancia; es sujeción. El usuario no es libre: está atado a plataformas que dictan cómo se comunica, qué consume, a quién conoce, qué desea. En ese sentido, Varoufakis ha sido certero al hablar de una nueva aristocracia algorítmica. No se trata ya del mercado libre, sino de un régimen cerrado, donde los datos circulan en una sola dirección: de los usuarios hacia los señores digitales, que los procesan en cajas negras inaccesibles al escrutinio público.
Cédric Durand, por su parte, ha mostrado cómo este nuevo capitalismo se emancipa incluso de la lógica productiva. El valor ya no se genera en fábricas ni en campos, sino en la gestión centralizada de infraestructuras digitales que se apropian del conocimiento común. La plataforma se convierte en la nueva fábrica. Pero en vez de obreros, hay usuarios. Y en vez de salarios, hay gratificación instantánea y dependencia emocional.
Lo que estamos viviendo no es solo un cambio tecnológico: es una regresión histórica. Como en el feudalismo, se construyen cercos. No sobre la tierra, sino sobre la información. No sobre cuerpos, sino sobre conciencias. La servidumbre digital no se impone por la fuerza, sino por la adicción, la comodidad y el aislamiento. Nos vigilan no para castigarnos, sino para hacer que actuemos como se espera. Una nueva forma de obediencia ha nacido, más eficiente que cualquier represión: el consentimiento algorítmico.
Pero no todo está dicho. Como en todo momento histórico, el poder se enfrenta a su negación. Frente al avance del Tecnofeudalismo, urge una nueva politización de lo digital. Recuperar la soberanía sobre nuestros datos, reapropiarnos de las tecnologías, desmontar la mitología del progreso neoliberal. Las redes deben ser territorios comunes, no parcelas de explotación. La tecnología debe estar al servicio de la vida, no de la acumulación.
Este no es un debate técnico, sino político. No es una cuestión de innovación, sino de poder. Si no desafiamos hoy este nuevo orden, mañana seremos simples sombras en el panóptico digital. Y lo que se juega no es solo el futuro del trabajo o de la privacidad, sino la posibilidad misma de ser sujetos libres.
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