Sobre Haití todo nos impacta. Por eso, resulta inteligente conocer, al menos, lo más relevante. Paradójicamente, la semana pasada llegaron dos noticias de ese país: una relativamente buena y otra preocupante. La primera fue la aprobación, finalmente, en la ONU, de una fuerza internacional para combatir las pandillas. La segunda, el posible fin de la Ley HOPE-HELP, que garantiza la exportación libre de aranceles de las producciones textiles haitianas hacia Norteamérica. Ambas noticias tocan dos temas cruciales —la seguridad y la economía— que, al mismo tiempo, nos conciernen directamente.
Hoy, en Haití operan cientos de bandas armadas que controlan alrededor del 90 % de Puerto Príncipe. En los últimos meses han asesinado a miles de personas y desplazado a cerca de dos millones de haitianos. Estas estructuras criminales, estrechamente vinculadas al narcotráfico, han provocado el colapso de los servicios públicos básicos. Han golpeado sin piedad a su población más pobre e indefensa. En realidad, se han convertido en el verdadero “Estado” haitiano.
Para la mayoría de los dominicanos, según revelan encuestas nacionales, Haití constituye una de sus principales inquietudes. No solo por los históricos flujos migratorios —que se han incrementado en los últimos meses— ni por la dependencia de nuestra agricultura y construcción de esa mano de obra, sino también porque la inseguridad haitiana incentiva esa migración y amenaza con desbordarse hacia este lado de la isla, afectando nuestra propia seguridad pública. Compartir la isla con estructuras criminales capaces de saquear hospitales, asesinar misioneros internacionales, matar niños y ancianos e incendiar íconos de su cultura —como la Biblioteca Nacional de Haití o el Hotel Oloffson— es un riesgo que no podemos ignorar ni subestimar.
En este contexto, la decisión de la ONU de enviar una nueva misión internacional, con una fuerza estimada en 5,500 hombres, es importante. Aunque llega con años de retardo totalmente injustificados. Tampoco es la panacea, ni debemos olvidar la limitada eficacia de misiones anteriores. Empero, representa, al menos, un aporte mínimo de la comunidad internacional. Queda pendiente conocer con qué recursos económicos contará y cuál será su estrategia real para actuar.
Simultáneamente, otra noticia sacudió los titulares: la posible suspensión de las leyes HOPE-HELP. Gracias a ellas, empresas instaladas en Haití han exportado a Estados Unidos de Norteamérica sin aranceles, generando miles de empleos en Haití. Revocar este régimen significaría un golpe directo al ya precario aparato económico haitiano, aumentando el desempleo y desalentando nuevas inversiones, particularmente en zonas cercanas a nuestra frontera, como Juana Méndez.
Conviene recordar que Haití enfrenta un desempleo estructural y un PIB bajísimo. Es una de las sociedades más pobres y desiguales del planeta.
Por demás, el panorama se tornaría aún más explosivo si se revocara la reciente decisión judicial que impidió al Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos ejecutar la repatriación de más de 500 mil haitianos beneficiarios del programa de Protección Temporal (Temporary Protected Status, TPS), cuya terminación estaba prevista para el 2 de septiembre de 2025. El juez frenó esa medida al considerar que las autoridades federales no pudieron demostrar lo irónicamente alegado: que las condiciones en Haití “han mejorado lo suficiente” como para justificar el fin del programa.
Como si lo anterior fuera poco, se estima que otros miles de haitianos, con estatus migratorio irregular, también podrían ser deportados por la reciente cancelación del programa de “parole humanitario”. Por ambas razones, entre 350 mil y 500 mil haitianos podrían quedar en riesgo de expulsión de Estados Unidos. En medio de este cuadro, retirar los beneficios de esos programas sería agravar la miseria de Haití y, con ello, multiplicar los efectos colaterales devastadores para nuestro país.
Ante esta poco halagüeña perspectiva, se impone que la diplomacia y el liderazgo político, económico y social de la República Dominicana reedite el loable e inusual esfuerzo que hizo recientemente para atraer la atención de la comunidad internacional sobre esta vertiente de la cuestión haitiana. Ahora, con un doble objetivo: por un lado, garantizar los recursos económicos necesarios para hacer sostenibles las fuerzas militares internacionales aprobadas; y, por otro, defender ante el Congreso estadounidense y su gobierno la continuidad —y oportuna expansión estratégica— de los beneficios económicos y migratorios mencionados. Al respecto, conviene recordarles a las autoridades norteamericanas que actuaciones de esta naturaleza no deben dirigirse contra un aliado histórico y estratégico, como lo ha sido nuestro país, sin importar el pretexto que se invoque.
En definitiva, tanto la seguridad como la economía haitiana deben importarnos, y mucho. No bastan muros, deportaciones ni discursos de confrontación estériles e indignos. Haití necesita orden, desarrollo y estabilidad. Y, en la medida en que logre avanzar en esos terrenos, la República Dominicana tendrá mayores garantías de paz y seguridad.
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