En el siglo XXI, los imperios no se construyen con ejércitos, sino con algoritmos. La expansión territorial ha sido sustituida por la apropiación de datos, y los centros de poder ya no se localizan en capitales nacionales, sino en servidores distribuidos y sedes corporativas en Silicon Valley. A este fenómeno se le conoce como datacolonialismo o imperialismo de datos, y representa una de las formas más sutiles —pero más invasivas— de dominación contemporánea.
Recientemente, tuvimos el privilegio de participar en el World Summit Awards 2025 celebrado en Hyderabad, India, donde se discutieron precisamente estos temas cruciales. El evento de este año, enfocado en la democracia digital, contó con el valioso apoyo del gobierno de Telangana y empresarios afiliados a la iniciativa T-Hub.
Durante las sesiones del foro #Regulation4Innovation, emergió con fuerza el concepto de datacolonialismo: un nuevo sistema de dominación que no necesita mapas ni ejércitos; basta con sensores, plataformas y dependencia tecnológica.
Su lógica se basa en extraer, procesar, y monetizar datos personales, colectivos y estructurales de países que no tienen soberanía ni capacidades regulatorias para defenderse. Los datos se han convertido en el nuevo petróleo, pero sin un equivalente a la OPEP.
El datacolonialismo opera en múltiples niveles:
- Infraestructura tecnológica: Plataformas privadas controlan el acceso a servicios digitales esenciales como salud, educación, identidad digital y pagos. Esto genera una dependencia estructural que deja a los Estados del Sur Global en situación de vulnerabilidad.
- Gobernanza de datos: Los datos recolectados por grandes empresas no solo se almacenan en el extranjero, sino que además se analizan y procesan bajo lógicas opacas, imposibilitando el control ciudadano y estatal sobre su uso.
- Colonización simbólica: A través de algoritmos, se define qué vemos, qué consumimos, qué creemos y cómo votamos. Esto configura un colonialismo cognitivo, donde incluso la percepción de la realidad es moldeada por intereses corporativos externos.
- Desigualdad estructural: A medida que los datos se concentran en pocas manos, también lo hace el poder de decidir, influenciar mercados, y anticipar comportamientos sociales. Quien controla los datos, controla el futuro.
¿Quién decide qué se mide?
La célebre frase “lo que no se mide, no existe” adquiere un nuevo matiz en el contexto del datacolonialismo. Hoy debemos preguntarnos: ¿quién decide qué se mide, con qué propósito, y a favor de quién?
Las decisiones sobre qué datos recolectar —y cómo usarlos— no son neutras. Las plataformas diseñadas en entornos culturales, políticos y económicos muy distintos al del usuario final implican sesgos que pueden tener consecuencias catastróficas: desde la exclusión de poblaciones vulnerables hasta manipulaciones electorales masivas.
Durante el foro, se planteó una crítica importante: la digitalización sin inclusión estructural es una forma disfrazada de violencia sistémica. Por ejemplo, exigir acceso a servicios públicos mediante plataformas digitales cuando la mayoría no tiene conectividad o alfabetización digital es un acto de exclusión encubierto como modernización.
Este modelo de “platformización forzada” transforma a los ciudadanos en consumidores cautivos, y a los gobiernos en clientes de soluciones externas que muchas veces no comprenden ni controlan.
La infancia: la nueva frontera del extractivismo
Uno de los aspectos más inquietantes del datacolonialismo es la perfilación de niños y adolescentes. Empresas que recolectan datos desde edades tempranas están construyendo modelos predictivos que, al alcanzar la adultez, permiten moldear preferencias, decisiones y emociones. Es una forma de dominación generacional invisible, pero persistente.
¿Qué pasa cuando un niño de cinco años ha sido seguido, registrado y modelado por una IA corporativa durante 20 años? La respuesta no es técnica: es profundamente ética y política.
El rol de los Estados: ¿reguladores o cómplices?
En muchos países, los gobiernos no solo han fallado en proteger los datos de sus ciudadanos, sino que en ocasiones se convierten en cómplices de este nuevo imperialismo. Ya sea por desconocimiento, corrupción o dependencia económica, los Estados han delegado el control de sus sistemas de salud, identidad, justicia y educación a plataformas privadas.
El caso de los contratos opacos en soluciones de e-gobierno en África y Asia es paradigmático: ni los ciudadanos ni los legisladores saben quién construyó las plataformas, cómo se financian, qué datos recogen ni a dónde van.
Democracia, derechos y regulación para la innovación
Combatir el datacolonialismo no significa oponerse a la tecnología. Significa exigir una tecnología democrática, transparente y centrada en las personas. Necesitamos una nueva arquitectura de gobernanza de datos que garantice:
- Soberanía digital: Los datos generados en un país deben ser accesibles, analizables y gobernados por ese país, no por corporaciones extranjeras.
- Participación ciudadana: Las decisiones sobre datos deben incluir mecanismos participativos, de control social y rendición de cuentas.
- Regulación inteligente: Como se discutió en el foro, la regulación no debe ser un freno a la innovación, sino una condición para que esta sea inclusiva, ética y sostenible.
- Capacitación multisectorial: Gobiernos, sociedad civil y empresas deben ser alfabetizados en ética digital, protección de datos, y diseño responsable.
Tecnologías abiertas, datos comunes
Una alternativa real al datacolonialismo es apostar por infraestructuras digitales públicas, descentralizadas y de código abierto. Modelos como los espacios de datos federados, blockchain soberano, y la inteligencia artificial ética deben convertirse en pilares de una nueva gobernanza del conocimiento.
Asimismo, los datos de interés público —como estadísticas sanitarias, medioambientales o de movilidad— deben tratarse como bienes comunes, no como mercancía.
Un nuevo contrato social digital
El datacolonialismo no es solo un problema tecnológico: es una amenaza civilizatoria. La posibilidad de construir democracias digitales, sostenibles y justas depende de nuestra capacidad de nombrar esta dominación, resistirla y transformarla.
Necesitamos un nuevo contrato social digital, donde los datos no sean un mecanismo de control, sino una herramienta de desarrollo. Donde las personas no sean objetos de análisis, sino sujetos de derechos. Y donde la innovación no sirva a los monopolios, sino al bien común.
Porque en la era digital, la libertad comienza donde termina la vigilancia.
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