La muerte de una niña haitiana durante un pasadía escolar no es un accidente más. Es un espejo doloroso de lo que ocurre cuando la vulnerabilidad infantil se asocia con la indiferencia de los adultos y con instituciones que no reaccionan, no actúan. La menor sufría bullying, había señales previas de maltrato, y aun así la escuela —un centro privado de clase media y alta— guardó silencio. La fiscalía también permaneció inerte durante días, como si la vida de una niña pudiera esperar.

La reacción pública sorprendió a muchos. En lugar del rechazo habitual hacia los migrantes haitianos, surgió una ola de empatía iniciada por valientes comunicadores de Santiago. No porque la niña fuera extranjera, sino porque era una niña. Las madres y padres del país se reconocieron en el espejo del bullying: la burla repetida, la crueldad infantil, el adulto que mira hacia otro lado. Por primera vez en mucho tiempo, la frontera desapareció y emergió un miedo compartido: el miedo a perder un hijo por la combinación fatal de lo que parece ser violencia escolar y negligencia institucional.

Resalta la pasividad de la fiscalía local; esta solo actuó -a nivel nacional- cuando el caso se hizo mediático. Lo que debió ser un acto inmediato de diligencia —recopilar evidencias, proteger testigos, pedir informes, comunicar avances— ocurrió únicamente después de muestras de indignación. Ese retraso es, en sí mismo, parte del problema. La justicia dominicana despierta cuando las cámaras están encendidas, no cuando la ley lo exige. La vida de una niña no debería depender de cuánta atención genere su muerte.

La empatía que despertó el caso también tiene que ver con la sensación de desigualdad que rodeó los primeros días en que se fue dando a conocer la tragedia: el silencio hizo visible una asimetría que chocó a muchos padres. Esa discreción selectiva contrastó con la crudeza del hecho y reforzó la idea de que algunas familias cuentan con mecanismos informales de blindaje que otras no tienen.

Este caso tampoco puede entenderse sin mirar el contexto más amplio y la problemática de los discursos de odio que se han amplificado. Diversos estudios locales e internacionales señalan que muchos niños y niñas de origen haitiano viven situaciones de vulnerabilidad que pueden incluir discriminación, acoso o dificultades para acceder a ciertos servicios. No ocurre en todas partes ni de la misma manera, pero es una realidad que merece ser atendida.

La muerte de esta niña no fue un hecho aislado: fue el extremo doloroso de dinámicas que suelen comenzar con exclusiones sutiles, comentarios despectivos o indiferencias que pasan desapercibidas. En un país donde muchos adultos haitianos viven con el temor constante de ser detenidos o maltratados por su situación migratoria, es legítimo preguntarse qué mecanismos reales de protección estamos garantizando a sus hijos.

Lo que esta tragedia reveló es una posibilidad que no deberíamos desperdiciar: la empatía surgió del miedo compartido, no del discurso político. Los dominicanos reconocieron que la violencia escolar puede tocar cualquier puerta, que ningún niño está a salvo de la crueldad o de la negligencia, y que la nacionalidad no convierte a un niño en más o menos digno de cuidado.

La escuela debe hablar. La fiscalía debe actuar con rigor y sin cálculo. Pero la sociedad, que esta vez reaccionó con compasión, tiene la oportunidad de ir más allá: entender que la protección de la infancia no admite fronteras. Si la muerte de esta niña haitiana nos deja una lección, es esta: ninguna institución puede ser más lenta que el dolor de una familia. Ningún niño debería depender de un escándalo para que se le haga justicia.

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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