Una de las expresiones de la crisis de los partidos es la propensión de la generalidad de sus dirigentes, una vez en el poder, a asumir altos cargos en el gobierno, desdeñar o abandonar sus labores partidarias y a sus bases, al tiempo de muchos de ellos sucumbir ante el virus de la cultura de la corrupción para enriquecerse como individuo o para financiar su colectividad política. Esa mala práctica determina que el partido pierda su esencia y arrastre a su gobierno hacia un irremediable descrédito. Es la causa principal del fracaso de muchos proyectos con perspectivas transformadoras, que provocan decepciones colectivas y el alejamiento de la gente de la política, profundizando la crisis de la democracia…y de los partidos.
Son incontables las experiencias de gobiernos que sucumben debido a que el principal instrumento en que descansó su accionar como colectivo que lo llevó al poder (el partido) deja de comportarse como tal, cambiando su papel de aglutinador de voluntades para la acción, para el cambio y convertirse en agencia de empleos; vale decir, de compra de lealtades/voluntades para un proyecto que desde ese momento deja de ser de transformación para convertirse en un mero proyecto de poder. Esa circunstancia ha sido una constante en los partidos de todo signo: liberales, conservadores, de derecha y de izquierda. Lo registra la historia política. Es el reproche que, desde diversas posiciones, se les han hecho a esas colectividades.
En nuestro país, uno de los ejemplos más salientes de ese aserto fue el efímero gobierno de Juan Bosch, recordemos que una vez este asumió el poder procedió a “congelar” el partido y no solo eso, intentó “congelar” las organizaciones gremiales y sindicales cercana al partido. En los sucesivos gobiernos que hemos tenido, consciente o inconscientemente el Ejecutivo ha puesto en los puestos más importantes de su gestión a los principales dirigentes partidarios, preferiblemente de su tendencia. Los resultados son harto conocidos; debilidad del partido y muchas veces fuente de división abierta y/o soterrada. Y es que la historia parece darle razón a quienes hace más de trescientos años predijeron que el gobierno de un partido termina siendo el gobierno de una facción.
En nuestro país, la existencia de las facciones partidarias tiene muchas expresiones, algunas se forman alrededor de un jefe grupo que, en lucha contra la facción en el poder, que se supone es de su partido, es más tenaz que la oposición. Como ejemplo, podríamos recordar la del grupo del aspirante la presidencia, Jorge Blanco, contra el gobierno perredeísta de Antonio Guzmán. Sin llegar a esos extremos fue la de Danilo contra los gobiernos de Leonel y viceversa. Otra modalidad de la existencia de las facciones, son los grupos organizados alrededor de determinados lideres que compiten contra otros aspirantes del mismo partido, los cuales organizan sus seguidores en torno a lo que llaman “proyecto presidencia” del jefe grupo.
Es evidente que si son funcionarios, alto dirigente del gobierno o de su partido, privilegian u orientan sus esfuerzos en el sentido de su “proyecto” y no en el cargo que tengan en gobierno o en su organización, sobre todo cuando no gozan o no gozarán con el apoyo del Ejecutivo e independientemente de que tengan en las siglas del partido su referencia política. En ese sentido, la diversidad de proyectos individuales, generalmente sin propuestas de sociedad sino de poder, junto a las campañas soterradas y a veces abiertas contra su contrincante se convierte en fuente de debilidad del gobierno y del partido mismo. En ese momento se produce lo que algunos autores llaman el germen destructivo de las facciones que terminan corroyendo su colectividad porque la facción eventualmente triunfante, repito, hace un gobierno de ella, no de su organización.
Es el momento en que una colectividad política que conquista y asume el poder con una articulación o suma de voluntades se convierte en un archipiélago de intereses divergentes y hasta enfrentados con destructivo encono. Entonces el Partido deja de ser partido, deja de ser la referencia común y unificadora de toda su militancia, deviniendo borrosa su identidad… No siempre ha así, pero es una tendencia sociológica, antropológica o política que aún no ha sido lo suficientemente explicada. Sin embargo, sí podría decirse que mientras más fuerte es el liderazgo del primer dirigente del partido, mayores serán las posibilidades de lidiar, limitar o eliminar los efectos disgregadores de los proyectos individuales en su colectividad política. Abundan ejemplos.
Lo mismo podría decirse de los jefes grupos/proyectos, si estos muestran habilidades para relacionarse con sus adversarios internos, tejer alianzas con ellos y con otras fuerzas externas, podrían articular un abanico de fuerzas con reales posibilidades de lograr una colectividad capaz de ser gobierno o tener incidencia a veces determinante en el sistema. Pero, desafortunadamente, los tiempos apunan en otro sentido, señalan un sostenido proceso de debilitamiento de los partidos y por ende, de la democracia. Para enfrentar esta tendencia se requiere habilidad y espíritu democrático tejiendo alianzas intra y extrapartidarias que superen la vieja concepción de partido.
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