La República Dominicana asiste con espanto a una serie de crímenes que desbordan la capacidad de asimilación. Las violaciones sexuales colectivas perpetradas por grupos de jóvenes contra mujeres, sumadas a feminicidios, linchamientos y agresiones múltiples, no son hechos aislados ni meras notas rojas. Son síntomas de un vacío profundo en la conciencia colectiva, esa trama de normas, valores y emociones compartidas que, como enseñó Émile Durkheim, sostiene el orden social.
Augusto Comte, considerado el padre de la sociología, había advertido ya en el siglo XIX que sin un consenso moral, sin un proyecto solidario, la sociedad se descompone en caos. Hoy, esa advertencia resuena con crudeza. Cuando jóvenes encuentran en la violencia sexual un ejercicio de poder y placer, el problema no se limita al ámbito penal: expresa una fractura de referentes éticos que compromete el porvenir de la nación.
Durkheim recordaba que los hechos sociales condicionan el comportamiento individual. En ese sentido, cada violación sexual colectiva refleja no solo la decisión criminal de sus autores, sino un contexto social que tolera, alimenta o al menos no logra frenar esos desbordes. La violencia, cuando se normaliza, se convierte en práctica aprendida.
La sociología contemporánea aporta claves para comprender esta crisis. Jürgen Habermas, con su teoría de la acción comunicativa, señala que la paz social depende del consenso logrado a través del diálogo racional. Si nuestras instituciones, nuestras familias y nuestros medios no logran generar espacios de comunicación legítimos, la violencia terminará ocupando ese vacío.
Zygmunt Bauman, al hablar de la “modernidad líquida”, advertía que los vínculos se han vuelto frágiles. Ya no nos sentimos responsables del otro. Esa ausencia de lazos sólidos se refleja en la indiferencia con que parte de la sociedad contempla estas atrocidades. En ese caldo de cultivo germinan la cosificación y el abuso.
Anthony Giddens, con su teoría de la estructuración, enseña que la violencia no es un fenómeno marginal, sino una señal de fallas sistémicas. Solo con reflexividad colectiva -la capacidad de reconocer cómo nuestras prácticas diarias sostienen o transforman estructuras sociales- podremos enfrentarla. Cada familia, cada escuela, cada comunidad tiene un rol en esa transformación.
Pierre Bourdieu introduce otra clave: la violencia simbólica. La cultura, los medios de comunicación y las redes sociales transmiten mensajes que degradan a la mujer y naturalizan la desigualdad. Cuando esos patrones se internalizan, los jóvenes terminan reproduciéndolos en actos criminales. No es casualidad que muchas de estas violaciones colectivas estén precedidas por un consumo de música, imágenes y narrativas que exaltan la dominación y el desprecio por la dignidad femenina.
Manuel Castells, finalmente, advierte que la sociedad en red puede fragmentar o reconstruir la conciencia colectiva. Hoy, las plataformas digitales magnifican la violencia con morbo y espectáculo. Pero podrían, si se encauzan, convertirse en espacios de movilización, indignación ética y presión ciudadana para cambiar las cosas.
La conclusión no puede ser otra: la violencia que nos estremece no se resolverá con endurecimiento penal, aunque éste sea necesario, en algunos casos, siempre que no desborde los límites constitucionales. Requiere una regeneración profunda de la conciencia colectiva. Familias que eduquen en el respeto, escuelas que promuevan la igualdad, prensa y medios de comunicación que asuman responsabilidad social, líderes comunitarios y religiosos que rechacen con firmeza la cosificación y autoridades que garanticen justicia efectiva.
Sin ese cambio cultural y ético, cada sentencia penal será apenas un parche en un tejido social desgarrado. La República Dominicana debe decidir si quiere ser una comunidad unida por la dignidad y el respeto, o un territorio donde la barbarie se normalice. El desafío es enorme, pero ineludible. La conciencia colectiva no es un lujo académico: es la condición mínima para sobrevivir como sociedad civilizada.
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