En una democracia representativa, la ética aplicada al rol del político con cargo electivo parte de una premisa innegociable: el poder no es propio, sino delegado por la ciudadanía. De ese carácter prestado se deriva una obligación moral de servicio y custodia del bien común, deber que, en teoría, debería erigirse como fundamento de la democracia dominicana desde la caída de la dictadura de Trujillo en 1961. Sin embargo, más de seis décadas después, la pregunta sigue abierta: ¿hasta qué punto los líderes dominicanos han ejercido la autoridad como servidores y no como propietarios del poder?
Tras la dictadura, el país inició una ruta tortuosa hacia la institucionalidad. La etapa de los doce años de Joaquín Balaguer (1966–1978) y sus posteriores retornos al poder fueron un ejemplo temprano de cómo el cálculo político y el clientelismo podían imponerse sobre el ideal ético de prudencia y justicia. Balaguer gobernó con pragmatismo extremo, a costa de los derechos humanos de la población y de una distribución equitativa de oportunidades. En la práctica, la prudencia ética —discernir en favor del bien común, aunque no fuera popular— se distorsionó en un arte de mantenerse en el poder a través de la manipulación electoral y la concentración de recursos estatales en manos de aliados.
La transición de 1996 marcó un cambio profundo y muchas veces poco entendido. Con el ascenso de Leonel Fernández y el PLD, muchos dominicanos esperaban que se consolidara una política moderna, menos clientelar y apegada a principios de integridad y rendición de cuentas. En el discurso, se abrazó la idea de que el poder era un instrumento para fortalecer las instituciones. Fernández, con un discurso de modernización y apertura económica, prometió encarnar la ética del servidor público. No obstante, hubo fisuras importantes entre la práctica y el discurso. El Estado fue reinventado como una plataforma de acumulación de capital político. La integridad —coherencia entre lo prometido y lo hecho— quedó erosionada frente a un estilo de gobierno que mezclaba modernidad discursiva con prácticas patrimoniales del poder.
Aquí se inserta un aspecto histórico crítico que rara vez se subraya en el debate público: el cambio de paradigma estatal. Hasta 1996, el Estado dominicano podía describirse como un Estado capitalista limitado, en el que gran parte de la gestión social —educación, salud, cultura, incluso infraestructura— recaía en iglesias, asociaciones comunitarias, fundaciones y con poderes fácticos fuertes, Iglesia, militares y empresarios tenían cuotas de poder real formal que servían de contrapeso importante para un Ejecutivo que se sostenía no en el tamaño del estado o en su gasto social, si no en la capacidad y reputación del mandatario. A partir del PLD, se instauró un modelo distinto: Un Estado hegemónico en todos los sectores de la sociedad. No ya un rector que establece reglas y facilita la acción de múltiples actores, sino un aparato centralizado cuya hegemonía debía sentirse en toda la geografía y en todas las áreas. Esa transformación no fue nunca explicitada, no se discutió como proyecto de país ni se consensuó socialmente. Se impuso silenciosamente, bajo la retórica de la modernización.
El problema ético de este viraje es doble. Primero, al colocar “todos los huevos del país en una sola canasta”, la corrupción en la cúpula se multiplica de manera sistémica y sin resistencia, porque no existían redes alternativas de gestión social que equilibren el poder. Segundo, la percepción del ciudadano común se mantuvo atada a la realidad anterior, sin entender, al menos de forma explícita, la regla implícita de que el Estado funcionaría de manera pseudo totalitaria: Un grupo reducido decide y ejecuta todo, mientras el resto se acomoda en la dependencia. La ética de la política como servicio se ve aquí reemplazada por aquella que entiende la política como mecanismo de control social y promoción personal de quienes detentan el poder.
La alternancia en 2000 con Hipólito Mejía no corrigió este cambio. Aunque, la crisis bancaria de 2003 nos lo mostró con crudeza. Decisiones imprudentes de gobiernos anteriores, ligadas a la protección desmedida de intereses particulares, hundieron al país en una recesión que trasladó el precio de ellas no a los culpables, que hoy están libres entre nosotros, sino sobre toda la sociedad, particularmente aquellos económicamente excluidos. El deber de custodiar el bien común cedió ante la improvisación y la falta de transparencia, y el Estado apareció no como garante de justicia, sino como cómplice de un sistema financiero pobremente regulado.
El regreso del PLD con Fernández en 2004 y posteriormente con Danilo Medina reforzó la tendencia peligrosa que se inició en el periodo 96-00: el poder electivo convertido en patrimonio de partido. Durante los 16 años que siguieron, la ética de inclusión —gobernar para todos y no solo para los propios— volvió a olvidarse para favorecer la construcción de una maquinaria política que abiertamente privilegiaba a militantes y aliados. Entonces, la corrupción se volvió sistémica y libre de cualquier medida o control. Casos como Odebrecht y el manejo de este que desde el poder se hizo, hicieron evidente que para muchos funcionarios el cargo electivo no era más que un trampolín de enriquecimiento personal. Este delito, desde una perspectiva ética, se convierte en una verdadera traición al principio fundamental de confianza ciudadana hacia al Estado. Esta sentido de traición explica la Marcha Verde como movimiento y su éxito es sacar del poder a esta estructura tan pensada y tan bien armada.
Un error frecuente en el análisis político es asumir que la consolidación institucional trae aparejado consigo un aumento automático de la libertad de prensa. En la realidad dominicana, este supuesto simplemente no existe. Los medios dominicanos, en su gran mayoría, operan desde una relación de convivencia estrecha con el poder político. Los demás sobreviven como pueden. Esto así hasta el punto de que muchos son verdaderos altoparlante de los intereses que les pagan, partidistas o empresariales. El problema se agrava en un país con un déficit educativo profundo, donde la capacidad crítica de la población es limitada. Lo que permite que la narrativa mediática oficial adquiera fuerza de dogma.
Más que contrapeso, los medios han sido parte del entramado de legitimación del poder. El ciudadano escucha, una y otra vez, versiones edulcoradas o sesgadas de la realidad, y termina interiorizando una visión limitada de sí mismo y de su país. El artículo 310 del nuevo Código Penal es muestra reciente de esta lógica: una disposición que amenaza con sancionar severamente la crítica considerada difamatoria. Bajo el pretexto de proteger la honra, se establece un mecanismo para amordazar cualquier vestigio de periodismo de investigación u opinión pública disidente. Así, lo que se nos presenta como garantía del derecho a la honra es en verdad una herramienta fortísima de censura.
El contraste con la ética política es evidente. La rendición de cuentas y la transparencia requieren una prensa libre y crítica. Cuando los medios se pliegan al poder, o cuando la ley los silencia, se socava la capacidad de la ciudadanía de fiscalizar a sus representantes. La ética del cargo electivo exige escuchar y dialogar; la práctica mediática dominante, en cambio, reproduce y adoctrina.
La llegada de Luis Abinader en 2020, con el PRM, generó expectativas de ruptura. La creación de un Ministerio Público independiente fue recibida como un gesto a favor de la transparencia y la rendición de cuentas. Por primera vez en mucho tiempo, se percibió que el poder podía abrirse a la fiscalización real. Sin embargo, la práctica ha mostrado los límites: el clientelismo no ha desaparecido, la polarización política se intensifica y el modelo de Estado centralizado sigue intacto.
En este marco, conviene reconocer un matiz en el liderazgo de Luis Abinader. A diferencia de sus predecesores inmediatos, ha limitado su propia capacidad de perpetuarse en el poder, ha permitido que la justicia actúe incluso contra colaboradores cercanos y sostiene un discurso de austeridad y frugalidad coherente con las necesidades del Estado. Estos gestos no equivalen a una transformación estructural, su partido y sus subalternos siguen “sueltos y sin vacunar”. No se ha desmantelado de manera formal las prácticas clientelares de las que nos quejamos, pero se envía un mensaje distinto desde la presidencia: el poder puede ejercerse con contención y sin la obsesión por la permanencia o la ostentación. Ese cambio simbólico, aunque insuficiente, constituye una mejora considerable frente al legado de las décadas anteriores.
La ejemplaridad, entendida como modelo de conducta pública, sigue siendo una deuda. Los políticos dominicanos, voluntariamente o no, conscientemente o no, moldean la cultura política con su lenguaje, sus gestos y su actitud frente a la crítica. El ciudadano común de ahí toma su estándar. Cuando el ciudadano observa incoherencia, cinismo o corrupción, internaliza la idea de que la política es por naturaleza un terreno de oportunismo y que él puede comportarse de igual forma en su universo pequeño. Cuando este fenómeno no se denuncia, sino que tolera desde el silencio cómplice de los medios, se deteriora el sistema como un todo. La gente cree menos en la democracia como modelo exitoso de gobierno social. Este es el gran desafío de la política dominicana contemporánea es que opera en un marco híbrido: formalmente democrático, pero estructuralmente centralizado y hegemónico.
La ética exige que el político entienda su cargo como servicio transitorio, ejercido con prudencia, integridad, justicia, inclusión y ejemplaridad. Pero el modelo encontrado y desde 1996 amplificado desde el poder, convierte al Estado en dueño de la vida social y a la élite política en administradora casi exclusiva de la realidad nacional. Esto, en si mismo, no es malo ni bueno. Lo malo es que no se consensuó y que muchos lo habitamos sin ser conscientes. Ahora bien, este pseudo totalitarismo, impuesto sin consenso ni deliberación, debilita la noción de ciudadanía autónoma y reduce los espacios de creatividad social. No es que no haya democracia: la hay, pero condicionada, limitada por la captura del Estado y la cooptación de los medios. En este escenario, la traición ética de los políticos pesa más que nunca, porque corrompe todo el sistema de raíz.
El contraste entre la ética ideal y la práctica dominicana deja en evidencia una brecha estructural. La prudencia, tantas veces sustituida por la improvisación; la integridad, sacrificada por la corrupción; la justicia, eclipsada por privilegios; la inclusión, debilitada por el sectarismo; y la ejemplaridad, relegada ante el cinismo. Todo esto ha configurado una democracia que avanza, pero a paso incierto, marcada por una confianza ciudadana frágil.
En los últimos sesenta años, la República Dominicana ha logrado estabilidad democrática y crecimiento económico sostenido, logros que no deben minimizarse. Sin embargo, un manejo del Estado que incluya a todos y que sea fiel al contrato social de representados y representados sigue pendiente. El éxito de un Estado no se mide solo en macro indicadores, sino en la calidad moral de las decisiones y en la capacidad del poder de reconocer sus límites. Hasta que la política deje de ser instrumento de promoción personal y se convierta en verdadero servicio al bien común, la democracia dominicana seguirá siendo un edificio de apariencia sólida, pero con cimientos éticos muy débiles.
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