Este año político que finaliza encuentra el país inmerso en una inédita y profunda conmoción política y moral que puede llegar a ser de extremos inmanejables, de esas desventuras que sacuden las sociedades donde la mayor cuota de infortunios la pagan los simples, los pobres, los humillados y ofendidos de siempre. El año termina con la muerte por ahogamiento de Stephora, la niña haitiana, en circunstancias aún no definitivamente esclarecidas, y el escandaloso entramado de corrupción en SeNaSa. Dos hechos esencialmente sombríos, dos exacerbaciones de dos lastres que acogotan la sociedad dominicana: delitos de odio y corrupción, ambos tendencialmente institucionalizados.
El caso de SeNaSano ha significado una millonaria estafa al Estado, a través de un entramado doloso formado por sectores de altos recursos económicos en un macabro plan de enriquecimiento ilícito a través de la negación de salud a los sectores más pobres y vulnerables de la población. Es ignominioso por la cuantía del robo y por ser el más deshonroso que se haya cometido en la eterna historia de corrupción del país. Ello así, porque se conoce directa e indirectamente el registro de muchos de los muertos y afectados por ese hecho. También porque, según versiones, el entramado se tejió antes de instalarse la presente mayoría de gobierno. Se armó a través de esa dudosa forma de hacer política: el llamado “sector externo” (de los partidos) que en la cultura política dominicana “normaliza” la corrupción.
Otro de los elementos salientes del caso SeNaSa es que pone de manifiesto la falsa percepción que algunos han creado en el imaginario colectivo, de que la corrupción es cosa de políticos. Y no es así; en esencia, el político corrupto necesita del mercado para rentabilizar su práctica; para eso recurre a uno o varios cómplices o a uno o varios socios, generalmente empresarios. Cada entramado de corrupción política constituye una asociación perversa público/privada y es, por tanto, el sistema el que genera y sostiene esos entramados. Pocas veces, como ahora, se ha evidenciado tan claro este aserto. El presente tinglado de corrupción lo formaron empresarios, por demás con “abolengo”, y son los primeros enviados a Las Parras, no un alto dirigente político o los tres pelagatos/chivos expiatorios de siempre.
Han sido tan extensos y variados los sectores políticos, eclesiales, sociales o singulares individuos que han expresado sus condenas a los hechos.
El caso es políticamente complejo, no solo jurídicamente; lo es para el gobierno y para la acción político/social. Pero a diferencia de otras ocasiones, la Justicia se ha dado un ejemplo al apresar y llevar a la prisión de manera expedita y legal a parte de las cabezas visibles del macabro hecho y, contrario a anteriores ocasiones, ha sido el gobierno de turno, no otro, el que ha actuado contra un tinglado de corrupción. Pero la Justicia tiene que observar rigurosamente el debido proceso, instrumentar un expediente preciso, conciso y ejecutable en tiempo razonable, evitando experiencias pasadas y la fútil idea de que un documento de miles de páginas de por sí constituye una justificación de la eventual pena a imponer al o a los imputados.
Es la única manera de mantener, legitimar y potenciar la acción hasta ahora instrumentada en este caso y de rescatar la imagen de una institución que, real o percibida, se hace sistemáticamente más borrosa. También, rechazar la presión de quienes quieren pescar en río revuelto para fortalecer proyectos electorales promoviendo marchas donde, pancartas en manos, desfilan confesos y condenados corruptos junto a otros en su momento no debidamente procesados, “protestando” contra la “corrupción”. Igualmente, enfrentar con firmeza la presión de algunos personajes y/o grupúsculos neonazis/fascistas que no solo desprecian la Justicia, sino que acosan/agreden a quienes realmente la defienden.
En el caso de la trágica muerte de Stephora, la Justicia no ha actuado con la debida celeridad. A más de un mes del hecho, aún se mantienen silencios, conjeturas y dudas sobre cómo este se produjo, la generalizada indignación por el hecho como por su manejo. Por eso han sido tan extensos y variados los sectores políticos, eclesiales, sociales o singulares individuos que han expresado sus condenas a los hechos. Y es que hemos descendido muy bajo en el control de las expresiones racistas, clasistas, de corrupción y en la degeneración social en diversos ámbitos; hemos llegado insosteniblemente lejos en las mentiras, mitos y manipulación de los hechos en la práctica política, por lo que cada día es más extensa la expresión: “Esta sociedad está enferma”.
No es un lamento huero, se materializa en el hastío y deseo de una significativa cantidad de gente que quiere emigrar, sobre todo jóvenes graduados o por graduarse. Esta circunstancia nos indica que lentamente se están corroyendo los pilares de nuestra identidad nacional. En este fin de año, los dos referidos hechos nos advierten que estamos llegando a extremos inmanejables en cuanto a negación de derechos ciudadanos, en la pobre o nula defensa de los bienes públicos y la indiferencia o desprecio hacia el respeto a derechos humanos inalienables. A propósito de este aserto, Albert Camus nos advierte: “Toda forma de desprecio, si interviene la política, prepara o instaura el fascismo. Es lo que hoy sucede en varios países, como denuncian destacadas figuras políticas, de la intelectualidad, del arte y eclesiales.
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