Con Gaza y Beirut en el corazón

Ochenta años después, el genocidio nazi sigue estremeciendo el corazón.
En estos días, con motivo del aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, aquellos niños que sobrevivieron, hoy ancianos, cuentan lo vivido en el lugar que simboliza la llamada “solución final”.

Cuesta comprender la magnitud de un horror tan atroz. El régimen de Adolf Hitler, un nacionalista supremacista, convirtió sus perversas ideas en una maquinaria de muerte a escala industrial que, en la Polonia ocupada por la Alemania nazi, acabó con la vida de 1,1 millones de personas solo en el campo de concentración de Auschwitz, una palabra que resuena como eco de la vergüenza. Se hielan los dedos al escribirla.

Estos niños, ahora ancianos, insisten en que lo ocurrido nos sigue arrastrando, que el odio sigue marcando nuestro tiempo con fuego. Y justo en el día en que conmemoramos este dolor las imágenes del éxodo en Gaza inundan las portadas de los periódicos. Existen lugares en el mundo donde, en vez de tierra, se pisa sangre, donde parece que la vida no tiene valor.

El auge de la ultraderecha y el trato inhumano hacia las personas nos muestran que las fuerzas de estos movimientos, revestidos de nacionalismo y deseosos de la pureza étnica, siguen vigentes. Por eso, nada es banal en estos tiempos: los gestos importan. Olvidar, blanquear o minimizar lo que pasó y lo que sigue pasando es gravísimo.

La impunidad que nos rodea es tan inmensa que la indiferencia nos convierte en cómplices. La ideología que busca aplastar al otro para engrandecerse es peligrosa. Es imperialismo en su máxima expresión.

Vuelvo siempre al pensamiento de una filósofa que, aunque no se consideraba como tal, nos dejó un legado de pensamiento profundo: Hanna Arendt. Fue periodista, corresponsal y directora de medios de comunicación. De origen judío y nacida en Alemania, antisionista convencida, su vida y obra quedaron marcadas por su historia. Una de sus obras más trascendentes es La condición humana, pero fue en 1961-1962 cuando su análisis cobró una nueva dimensión con Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, que publicó en 1963.

Hannah Arendt fue enviada como reportera a cubrir el juicio sumarísimo contra un criminal de guerra: presenció el juicio de Adolf Eichmann, capturado en Argentina, en Jerusalén. A partir de lo que vio y escuchó, elaboró una reflexión demoledora: el horror no fue ejecutado solo por mentes perversas, sino también por personas comunes, sin capacidad de decidir, que simplemente obedecían órdenes… La burocracia del mal. Ya en 1945-1946, el Tribunal de Núremberg al enjuiciar a los criminales nazis acuñó el concepto de “crimen contra la humanidad”. Pero el análisis de Arendt fue más allá: mostró cómo la indiferencia y la obediencia ciega pueden convertir lo impensable en un hecho cotidiano.

Hoy este concepto sigue vigente. Vivimos tiempos en que lo colectivo ha perdido peso, en que lo que no nos afecta directamente parece no existir. La indiferencia ante la injusticia hace que lo terrible se vuelva insignificante. Así fue con el Holocausto. Así sucede ahora con tantos crímenes ignorados, guerras cronificadas y también con la impunidad de aquellos que las ejecutan, que comercian y consiguen un beneficio de esta maquinaria de destrucción.

La crítica de Arendt al sionismo, su estudio del totalitarismo, del imperialismo y de un determinado concepto de Estado-Nación, en el que el racismo es un pilar fundamental, siguen siendo claves para entender el presente. Hoy, más que nunca, su pensamiento es necesario.