En más de cincuenta años, la República Dominicana sigue sorprendiéndome como el primer día. Esta vez fue un apagón en el aeropuerto internacional, el escaparate mismo del país líder del turismo en el Caribe. Una terminal aérea, bajo contrato renovado a Aerodom, incapaz de sostener operaciones mínimas por falta de una planta de emergencia suficiente.
Lo que pudo ser un incidente manejable se convirtió en un caos. Pasajeros varados durante horas, calor insoportable, enfermos reales y ficticios, histerias individuales, mareos, turistas desamparados, conexiones perdidas. Algunas informaciones circulaban solo por las redes sociales entre un grupo de privilegiados, mientras muchos viajeros quedaron atrapados en la zozobra hasta la madrugada.
Lo grotesco al final de la jornada, cuando la luz se volvió a ir a las 2.30 de la madrugada: para poder salir del aeropuerto, Migración anulando los sellos de salida en los pasaportes a la luz de un celular. En los múltiples recorridos de un lugar a otro, cubos recogiendo el agua de unas goteras: la imagen perfecta de un servicio aeroportuario sostenido a remiendos.
El apagón no fue solo una anécdota: fue un espejo
El maltrato al cliente fue notorio. No se ofreció información clara, ni excusas, ni apoyo efectivo a los pasajeros, dejando que el desorden creciera por la falta de respuestas. Y Delta, la compañía aérea más afectada, brilló por su silencio: mantuvo a cientos de viajeros sin una explicación formal, sin orientaciones. La desidia fue tan grande que el propio personal de la aerolínea quedó expuesto, asediado por la indignación de los clientes y sin herramientas para dar soluciones. Un abandono doble: de los pasajeros y de los empleados.
Los pasajeros que, finalmente, fueron alojados por cuenta de la aerolínea, tuvieron que esperar, a las tres de la madrugada, una hora para abordar el autobús y otra más para registrarse en el hotel: “Un trato de manada, no de personas”. Para rematar, fueron despertados temprano para un vuelo que, finalmente, no salió hasta las 3 de la tarde, prolongando la incomodidad.
Y todo esto ocurre mientras se celebra la renovación del contrato con la administradora del aeropuerto: un pago inicial de millones de dólares, promesas de inversiones y la extensión de la concesión hasta 2060. ¿Cómo se explica que se proyecten nuevas terminales y modernización cuando lo básico —electricidad, trato digno al pasajero, techos que no filtren— sigue sin resolverse?
Entre la vitrina brillante de playas y hoteles y la realidad de cubos bajo una gotera en la principal puerta de entrada al país.
El apagón no fue solo una anécdota: fue un espejo. Mostró la contradicción entre un modelo turístico exitoso en cifras y un subdesarrollo persistente en la gestión, la eficiencia y el respeto al ciudadano. Entre la vitrina brillante de playas y hoteles y la realidad de cubos bajo una gotera en la principal puerta de entrada al país.
La renovación del contrato Aerodom, como el apagón, recuerda que detrás de la fachada de modernidad todavía operan las mismas grietas de siempre. Y que, mientras no se corrija lo esencial, cada crisis —sea eléctrica, estructural o contractual— seguirá desenmascarando las debilidades de un éxito mal contado.
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