A propósito de la contrarreforma procesal aprobada recientemente que modifica algunos aspectos del Código Procesal Penal, conviene recordar algunos procesos de reformas legislativas en las últimas décadas y el entorno social existente cuando República Dominicana iniciaba la salida del estado de ostracismo y aislamiento regional durante el balaguerato.

Se comprueba que esas reformas permitieron avances, pero a veces, como ahora, la sociedad da un paso adelante y otro atrás, al estilo de El Gatopardo: cambiar para que nada cambie.

La única ventaja de cumplir años es la experiencia acumulada y la autoridad que ello confiere, después, hacerse mayor no tiene ninguna gracia.

Un examen de nuestra más reciente historia legislativa y judicial podría llevarnos a afirmar que, si Friedrich Nietzsche y Milán Kundera hubiesen conocido la idiosincrasia dominicana, la idea del eterno retorno probablemente se habría visto reforzada.

Pedro Peix, nuestro Byron expulsado del paraíso, fue uno de nuestros poetas que mejor describió el Ethos de la dominicanidad. Decía que “esta isla es una aporía”, y que “enfrentamos las crisis con aprestos de ciudad tomada”.

El Código Procesal Penal promulgado en el año 2002 derogó todo un sistema decimonónico establecido por el antiguo Código de Procedimiento Criminal, recientemente ha sido objeto de una contrarreforma sobre aspectos que en apariencia generan temor al retroceso.

A la sociedad dominicana – que siempre llega tarde a las reformas – le generaba temor el nuevo régimen de garantías de la legislación procesal. No faltaron humoristas, políticos y comunicadores que se burlaban y cuestionaban aquel estatuto moderno. Las garantías nos asustan, sentimos que están hechas para otra piel, para un destino mayor que vindique nuestra incapacidad histórica de incorporarlas con responsabilidad a la vida cotidiana.

En aquel viejo sistema procesal penal era común que altos cargos militares y policiales “fabricaran” expedientes contra ciudadanos, obteniendo órdenes de prisión mediante simples autos emitidos por un fiscal. La duración de los procesos y el incumplimiento de los plazos procesales rozaban la eternidad. Era, en definitiva, un sistema marcado por la conocida y arbitraria máxima: “no hay proceso sin preso”.

La reforma constitucional de 1994, mediante la cual se creó el Consejo Nacional de la Magistratura y la Escuela Nacional de la Judicatura, constituyó uno de los primeros pasos decisivos para avanzar hacia un verdadero Estado de derecho y comenzar a desligar la función judicial de viejas prácticas propias de la caverna.

Antes de esa reforma, los jueces eran designados por el Senado y, aunque no es justo ni sano generalizar – pues parte de esa generación todavía mantenía un apreciable compromiso ético – ese mecanismo también permitía la designación de jueces y miembros del ministerio público con una formación precaria y con niveles insuficientes de probidad.

La justicia dominicana en ese momento fue definida como un “mercado” por el propio presidente Balaguer. Claro, él aprovechaba esa fetidez para designar jueces y someter a opositores como Salvador Jorge Blanco, juzgado por un juez más policía que jurista.

El ejercicio del derecho discurría en salas de audiencia hediondas y calurosas, se recuerda que en Santo Domingo funcionaba una oficina de abogados conocida en los corrillos judiciales como los mau mau, cuyos miembros subían al estrado portando armas de fuego, intimidaban a jueces y ejecutaban embargos sembrando el terror. Era igualmente común la práctica de notificar actos de alguacil “en el aire”, y el rumor público señalaba oficinas que entregaban a los jueces sentencias ya redactadas.

En los Tribunales de Tierras – hoy Jurisdicción inmobiliaria – los expedientes eran entregados a los usuarios para su consulta, libertad que los más deshonestos y marrulleros aprovechaban para desprender o sustraer actos probatorios y piezas originales. El proyecto de reforma, financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo en la década de los noventa, avanzó con lentitud, pero sus frutos han sido indiscutiblemente positivos.

También se recuerda que, antes de la entrada en vigor de los nuevos estatutos en la jurisdicción inmobiliaria, cualquier tercero sin facultad ni calidad podía inscribir una oposición a la transferencia del derecho de propiedad sobre un inmueble, convirtiendo el trámite en un mecanismo de extorsión rastrera en el cual la provincia La Altagracia se llevó, por desgracia, el galardón.

La reforma laboral de 1992, que modificó el antiguo Código Trujillo de los años cincuenta, también enfrentó la resistencia de amplios sectores empresariales que se alarmaron ante lo que consideraban un exceso de garantías para los trabajadores. Con el tiempo, además, quedó en evidencia la baja calidad de una clase sindical carente de auténtica “conciencia de clase”, para usar una expresión propia del lenguaje izquierdista de la época.

Antes de la reforma laboral de 1992, las grandes obras de construcción se asemejaban a auténticos campos de concentración. Casos de ingenieros desalmados y propietarios armados que lanzaban los pagos desde cierta altura hacia los trabajadores, quienes se disputaban “a la garata con puño” cada billete, en una lucha desesperada por obtener la mayor parte.

En materia de tránsito, poco hay que agregar. La Ley 241 de Tránsito de 1967, pese a las modificaciones posteriores, conserva intacta su esencia entre abogados y aseguradores: se huele y se saborea. Difícilmente existirá un país medianamente civilizado donde el imaginario colectivo tenga incorporado un principio tan primitivo, cruel y cercano a la barbarie como: “el peatón no es gente”.

En fin, los represores y autoritarios de la dictadura se transfiguraron con el tiempo, algunos mutando de esbirros a demócratas en un ejercicio camaleónico de adaptación social que no eliminó su esencia. Siempre resurge, además, el alegato de que las reformas obedecen a intereses foráneos o a “agendas ocultas”.

Lamentables son otras regresiones, como el caso de legisladoras que defienden la supuesta necesidad de “hombres con pantalones” desde los espacios de libertad conquistados por el feminismo histórico (Rosario Espinal).

De igual manera, en más de una ocasión, cuando algún legislador discrepa de una decisión del Tribunal Constitucional, lo primero que se le ocurre es solicitar la interpelación de los jueces. En este caso se conjuga lo pedestre, lo obtuso y lo desquiciado, revestido de legitimidad, es la carajocracia que nos hemos dado.

José Luis Hernández Cedeño

Abogado

José Luis Hernández Cedeño, abogado y consultor, ha ejercido por más de 25 años en el área jurídica, derecho ambiental, sociedad civil y derechos humanos. Consultor a gobierno y organismos internacionales, fue asistente jurisdiccional II en el Tribunal Constitucional desde 2019 a 2025.

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