No fue solo un jurista ni un académico de gabinete: Américo Lugo fue, ante todo, un hombre herido por la historia. Su vida fue una batalla sostenida contra la impostura, la ignorancia y la servidumbre moral que, desde los albores de la República, han minado la posibilidad de una verdadera nación. En tiempos en que se confundía patriotismo con obediencia, él se atrevió a pensar por cuenta propia. No reclamó un puesto en el Estado, sino en la conciencia de sus compatriotas. Creía que antes de organizar gobiernos había que formar ciudadanos, y que sin cultura cívica no hay soberanía posible. Fue, en el sentido más puro del concepto, un nacionalista, uno de verdad.

Una de sus ideas fundamentales, planteada en 1916 en una carta dirigida a Horacio Vásquez y reiterada en 1934 y 1936 al rechazar la oferta del dictador de nombrarlo historiador nacional, sigue siendo profundamente actual. Escribió:

«La falta de cultura política del pueblo [dominicano] no le ha permitido hasta hoy transformarse en nación. Esta supone un pueblo que tiene conciencia de su comunidad y unidad: es el pueblo organizado y unificado. El Estado dominicano, fundado sobre un pueblo y sobre una nación, no ha podido subsistir sino en condición de farsa o parodia de los Estados verdaderos, o de comedia política ya ridícula, ya trágica, según las circunstancias.»

A renglón seguido, Lugo aclara lo que hemos sido, ya que no somos Estado ni nación:

«Hemos sido siempre un pueblo dirigido por el despotismo; jamás nación gobernada por un Estado. No hay Estado posible donde el pueblo no haya adquirido la conciencia de su comunidad nacional, es decir, de su unidad personal. Sólo elevándose a esa conciencia se convierte en nación y, entonces, como ocurrió, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, el Estado que organiza es un verdadero Estado.»

Al no existir la nación, en los términos previstos, tampoco puede hablarse de Estado en el sentido pleno del término. Porque el Estado moderno, como lo definieron los clásicos del pensamiento político, no es otra cosa que una nación políticamente organizada. No basta con tener instituciones, elecciones y leyes escritas. Si esas estructuras no representan un proyecto común, si no están animadas por una voluntad colectiva consciente de sí misma, lo que tenemos es un cascarón hueco: una maquinaria capturada por intereses particulares. Intereses que, en muchas ocasiones, ni siquiera son los de la clase gobernante, que puede tener las mejores intenciones, pero se encuentra constreñida por poderes superiores de los cuales no puede prescindir si desea preservar el poder. Los que ponen y quitan, no precisamente por razones morales. Desde el hijo del Pbro. Antonio Sánchez Valverde y su descendencia hasta la fecha. Pero ese es un tema distinto, que merecería otro análisis.

Aquí es donde se abre la herida que aún supura. El clientelismo y el patrimonialismo que han moldeado la cultura política dominicana desde sus inicios son síntomas de una ciudadanía fragmentada, sin vínculo entre iguales, sin sentido de corresponsabilidad. Donde debería haber ciudadanía, hay dependencia. Y mientras el Estado sea visto como botín, nunca como expresión de un nosotros, la democracia liberal será una quimera.

La democracia no es simplemente el gobierno de la mayoría. También debe ser un sistema que garantice la inclusión, la participación efectiva, la igualdad política, la deliberación informada y el control del poder por parte de los gobernados. ¿Cómo alcanzar esas condiciones cuando el ciudadano, reducido a cliente o súbdito, vota movido por la promesa de un empleo? ¿Cómo hablar de libertad política en un contexto donde el acceso a derechos depende, en alguna medida, del padrinazgo?

La verdad, por dolorosa que sea, es esta: la democracia dominicana no alcanza su mayor esplendor por un defecto técnico, sino por una insuficiencia moral. Y esa insuficiencia tiene raíces profundas en nuestra historia colonial, en la larga sombra de la ocupación haitiana, en el caudillismo del siglo XIX y en las dictaduras del siglo XX. Se perpetúa por la falta de educación cívica, por la pobreza institucional y por la ausencia de una pedagogía nacionalista en el sentido que le daba Américo Lugo: una formación ética que despierte el sentido de pertenencia, la dignidad y el deber.

No saldremos del círculo vicioso mientras no tengamos conciencia de nación, de clase y de sujeto político, dado que todos tenemos una relación equis con el poder: ya sea de mantenimiento, de rebelión, de transformación o, incluso, de incógnita. La modernización institucional no sirve de nada si no está acompañada por una transformación de las conciencias. El desarrollo económico, por sí solo, no genera virtud cívica ni solidaridad republicana. Lo que necesitamos, en última instancia, es una revolución moral silenciosa: hecha de escuelas que enseñen pensamiento crítico, de ejemplos que sustituyan discursos y de servidores públicos que sirvan al pueblo y no solamente a sus allegados. Por ejemplo, ¿por qué no hemos vuelto a la esencia de la formación hostosiana, adecuada a nuestros tiempos? ¿Cuántas generaciones tienen que perder la oportunidad de comprender los textos que leen? ¿Dónde está el gran pacto por la educación?

Américo Lugo sigue siendo incómodo porque exige lo que no se puede simular: integridad, cultura y vocación pública. Por eso sigue siendo necesario. Penosamente, por esa misma razón es que no se le revisita. Ni siquiera los nacionalistas de nuevo cuño lo mencionan. En cambio, suelen referirse a su discípulo más visible, don Manuel Arturo Peña Batlle, a quien admiran por la hondura de su pensamiento, sin advertir que Chilo —como le decían sus amigos— adaptó a conveniencia el ideario del creador del Partido Nacionalista en su ensayo Semblanza de Américo Lugo, justificando las acciones de su nuevo líder político y asegurando que: Trujillo fue el creador del Estado nacional. Una afirmación que contradice de raíz el pensamiento y el proceder de Lugo, a quien no hay que defender con alambicados argumentos ni justificar exilios, interiores o de ningún tipo, porque su comportamiento digno frente a la tiranía habla por él. Para Lugo, pensar, escribir y vivir eran actos inseparables. Res non verba: hechos, no palabras.

Mientras no haya en cada dominicano una conciencia clara de que el bien común nos incluye y nos compromete, seguiremos atrapados en el simulacro de una democracia que no nos representa. Solo cuando alcancemos la estatura de nación podremos dejar de aspirar y empezar, por fin, a soñar con una democracia plena, no imperfecta tirando a híbrida, como ya nos ha catalogado el Democracy Index, por mencionar solo una de tantas mediciones.

Héctor Camilo Ricart

Abogado

Lic. Héctor Ricart (Abogado, egresado de la UNPHU, apasionado del derecho laboral. Director Jurídico en la firma R&L, Legal and Real Estate.

Ver más