“El mayor mal del mundo es el que se comete sin reflexión”
Hannah Arendt.

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Ya advertimos que la banalidad, en sentido amplio, ha dejado de ser un fenómeno periférico para convertirse en sistema. Detener la exposición en ese punto, sin embargo, equivaldría a dejarla inconclusa. Se impone descender a un nivel aún más inquietante. No se trata solo de que ciertos contenidos colonicen el espacio público, sino de que el deterioro alcance al lenguaje mismo. Cuando las palabras dejan de significar y los nombres se vacían de toda referencia moral, histórica o cultural, la degradación alcanza un umbral peligroso. Es entonces cuando la política deja de ser deliberación y se transforma en obediencia emocional.

“Alofoke”, más que un individuo o una plataforma, es un signo distintivo de esta mutación perversa. El término no nombra una idea ni remite a una tradición ni articula un proyecto. Se trata de un significante sin raíces que triunfa precisamente por su vacuidad y por su absoluta falta de densidad trascendente. Su poder no reside en lo que dice, sino en el hecho de ser repetido. Tampoco se aloja en el pensamiento ni en el juicio verdaderamente crítico, sino en la exposición constante orientada por intereses utilitarios o por la propagación del rumor dañino.

No comunica, ocupa. No dialoga, avasalla. Seduce tanto a espíritus mediocres como a no pocos individuos cultos que prefieren nadar con la corriente, porque hacerlo les evita el esfuerzo de pensar, reflexionar y resistir. Para estos últimos resulta incluso más fácil justificarlo que explicarlo, dos extremos que no solo difieren, sino que se oponen.

Aquí la reflexión de Hannah Arendt resulta ineludible. Cuando asistió al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén no encontró al monstruo que muchos imaginaban a partir de sus crímenes y complicidades genocidas, sino algo más perturbador, un hombre terroríficamente normal. No un demonio, sino un burócrata obediente, incapaz de pensar por sí mismo. De esa experiencia surgió su célebre concepto de la banalidad del mal, una formulación que le valió fervientes admiradores y también implacables detractores. El mal, advertía Arendt, no siempre proviene del fanatismo sanguinario, sino de la renuncia a pensar, de la comodidad de obedecer y de la aceptación pasiva de la norma dominante.

Trasladado a nuestro presente, el paralelismo no es moralmente equivalente, pero sí estructuralmente revelador. En la vida pública dominicana asistimos, casi siempre como testigos mudos, a una pedagogía del no pensar. Se trata de una cotidianidad invertida en la que no se exige comprender, sino alinearse, no se invita a discernir, sino a seguir, y no se promueve la autonomía del juicio, sino la fidelidad a una voz amplificada. El problema no reside únicamente en lo que se dice desde ciertas plataformas, sino en el hábito que muchas de ellas inculcan de reaccionar sin reflexionar.

Arendt había advertido en Los orígenes del totalitarismo que los regímenes que aspiran al control absoluto comienzan destruyendo la verdad. Cuando la verdad deja de importar y se disuelve en la posverdad, obedecer se vuelve más rentable y seguro que pensar. La consecuencia devastadora de este clima es la atrofia de la conciencia, no porque alguien la suprima por la fuerza, sino porque termina volviéndose innecesaria.

Ciertamente, existe además una mutación decisiva respecto al mundo que Arendt analizó. La banalidad contemporánea ya no necesita obediencia explícita ni jerarquías visibles, sino que se alimenta del consentimiento. No exige sumisión, sino participación. No impone el silencio característico de las tiranías, sino que ahoga la palabra reflexiva bajo una avalancha de ruido, vulgaridades y un lenguaje deliberadamente soez. El ciudadano no es forzado a callar. Desde la comodidad de sus hogares es seducido al terreno de no pensar, incluso sin reparar en cómo el disfrute de la mediocridad y la vulgaridad pueden afectar a la descendencia que tiene a su lado.

El solo obedecía órdenes de Eichmann ha sido reemplazado por un solo es contenido, no es para tanto, eso es lo que la gente quiere. La responsabilidad individual se diluye con la misma eficacia, pero de forma más cómoda y menos visible. Nadie se siente responsable del empobrecimiento del lenguaje público porque todos participan un poco y nadie del todo.

El experimento de Milgram confirmó empíricamente la intuición de Arendt. Una mayoría de personas comunes fue capaz de infligir daño extremo simplemente porque una autoridad se lo indicaba. Cuanta más obediencia, menos conciencia. Hoy esa autoridad ya no lleva uniforme ni toga. Adopta la forma de popularidad, algoritmo y audiencia masiva. Cuanta más audiencia se acumula, más se diluye la atención sobre lo esencial y más personas quedan atrapadas en las redes de la trivialidad, la pasividad y la renuncia al juicio propio.

Cuando desde los linderos de Alofoke se afirma la capacidad de decidir el destino electoral de un país, lo alarmante no es la fanfarronería, sino la naturalidad con que se recibe. Una ciudadanía exhausta de tantos engaños confunde visibilidad con legitimidad, volumen con verdad y espectáculo con poder real. Pero la democracia no se funda en ese supuesto. Requiere ciudadanos capaces de decir no, de desobedecer moralmente cuando la norma es injusta y de ejercer su autonomía intelectual. En un contexto de educación en quiebra, malos ejemplos institucionales y ausencia de pensamiento crítico, esa posibilidad sencillamente desaparece.

“Alofoke”, entendido como sistema, no es la causa originaria de esta degradación, sino su síntoma más visible. Es el resultado de décadas de empobrecimiento del debate público, de corrupción sin consecuencias, de educación relegada y de una cultura convertida en mercancía. El espectáculo no creó el vacío de legitimidad política, simplemente lo ocupó.

La banalidad contemporánea ya no necesita verdugos obedientes. Le basta con espectadores complacientes. Ahí se juega, en silencio, el destino de la vida pública dominicana.

Julio Santana

Economista

Economista de formación, servidor público durante más de dos décadas, inquieto y polémico analista —no siempre complaciente— de los problemas nacionales e internacionales.

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