En aquel país la gente ya no respiraba aire, sino consignas. Cada inhalación era un recordatorio invisible de lo que debía pensarse, sentirse y temerse. Nadie lo cuestionaba: el oxígeno estaba manufacturado, mezclado con anuncios de bancos, discursos ministeriales y promociones de teléfonos. A eso lo llamaban simplemente “vida normal”.

Las plazas rebosaban de pantallas que transmitían la misma melodía: una sucesión de notas que nunca terminaba. Nadie la escuchaba ya, porque se había vuelto inseparable del ruido de fondo. Como el zumbido de un insecto en la noche, como el acúfeno en la cabeza, como la sangre en las venas: constante, anodina, total.

En las escuelas se enseñaba a no oírla. Los niños aprendían a sumar, a firmar formularios y a repetir fórmulas patrióticas, pero jamás se mencionaba la canción. Esa ausencia era la asignatura principal: formar sordos selectivos, ciudadanos incapaces de reconocer el veneno en el agua que bebían.

Una noche, un forastero llegó desde un lugar sin nombre. Caminó por la ciudad y preguntó:

—¿No oyen esa música interminable? Está en las farolas, en las paredes, hasta en el silencio entre palabra y palabra.

Las personas lo miraron con incomodidad. Algunos rieron. Otros lo señalaron como perturbador. “Aquí no hay ninguna música —dijeron—. Eso que llama melodía es el orden. Si no lo oye como nosotros, es porque no está bien de la cabeza”.

El forastero tarareó la melodía prohibida. En ese instante, lo invisible se volvió insoportable: por un segundo todos reconocieron el zumbido que siempre había estado allí. Ese segundo bastó. Esa misma noche lo detuvieron. No por cantar, sino por recordarles que estaban sordos.

Al amanecer, nada había cambiado. Las fábricas repitieron su letanía, las oficinas llenaron hojas de cifras vacías, las pantallas escupieron anuncios y noticias diseñadas para distraer del hecho de que nada cambiaba. Nadie mencionó al forastero: su ausencia se disolvió en el aire, como un anuncio más entre tantos.

Solo un niño, jugando en el patio de la escuela, decidió taparse los oídos. Apenas unos segundos. Y descubrió lo que todos temían: el silencio verdadero. Pesaba más que la música, más que el ruido, más que la vida misma.

Corrió a contarlo. Pero al abrir la boca no salió palabra alguna. Su voz se había disuelto en la misma melodía que intentaba denunciar. Nadie lo escuchó. Nadie lo vio.

Con el tiempo, el niño siguió asistiendo a clase, aplaudiendo en los actos, obedeciendo los gestos, como si nada hubiera ocurrido.

Solo él sabía la verdad: que ya no era un niño, sino apenas otra nota de aquella música infinita.

Ariosto Sosa D´Meza

Resido en Praga, República Checa. Soy egresado de la Universidad Karolina de Praga. Estudie Massmedia y periodismo. También soy egresado de la Academia Cinematografica Checa Miroslav Ondricek. Me dedico como colaborador externo (freelance) para varios medios de comunicación checos. Entre ellos Radio Praga, la revista política semanal Reflex y colaboro en producción en el área de documentales con varios canales de televisión checos.

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