Hoy, es de sentido común aceptar que la corrupción es estructural en los sistemas políticos, independientemente del signo de estos. Nunca, como en este tiempo, esa práctica había calado tan profundamente en la casi totalidad de las instancias de los poderes del Estado, en los poderes fácticos y en las esferas públicas como privadas. Se acentúa y generaliza el flagelo de la corrupción, al tiempo que se profundiza y se expande la crisis de la democracia, derivándose de esa circunstancia la errónea idea de la necesidad de gobiernos de fuerza como única forma de detener y extirpar ese mal, a pesar de que la experiencia indica todo lo contrario. Ello así, porque a menos mecanismos de control democráticamente establecidos en las instituciones políticas, más y peores serán las expresiones de las prácticas corruptas.
La puntualidad de esa correlación se inicia en la gestión interna de los partidos, principalmente en el de gobierno porque a este proviene la generalidad de los integrantes de las instancias del poder del Estado: el Congreso Nacional, la municipalidad, las Altas Cortes, la Cámara de Cuentas, fundamentalmente, además del grueso de los puestos más importantes en la burocracia estatal. La secretaria de organización partidaria es generalmente fuente primaria de esos puestos… y de corrupción. En el partido primero y en el gobierno después. La tendencia es que, mientras más fuerte y centralizado sea el partido, mientras más obedezca a una sola cabeza, mayor será su poder para poner en los puestos más importantes a gente (de menor talento) que obedezca a ese tipo de poder de la burocracia partidaria.
Por eso es totalmente falsa la afirmación/percepción de que el antídoto a la corrupción es un poder guiado por la mano fuerte de una figura. Trujillo fue el principal corrupto y corruptor de este país, el mayor ladrón y promotor de privilegios para su familia y llegados, una expresión aberrante de la corrupción. Las dictaduras, sean de derechas o de esas como la nicaragüense, para citar sólo una, para “socialista” para algunos, premian con irritantes privilegios (corrupción) a sus paniaguados para obtener su apoyo. Es sabido que aquellos países donde la escasez es generalizada, sin importar signo ideológico, es igualmente generalizada la corrupción y los delitos menores, a través del robo de los bienes públicos, se multiplican. Es algo que conozco por vivencia propia. En algunos de esos países las cárceles están llenas de rateritos de baja estofa. Los grandes no.
La corrupción es estructural, repito, y quizás se evidencia en la eterna discusión que mantienen aquí algunos jefes de partidos que han dirigido el país, los cuales, ufanándose, dicen haber hecho más construcciones materiales que su ocasional adversario. Una jactancia de dudosa factura, porque es precisamente en la sobrevaloración de esas obras donde están los mayores niveles de corrupción. Hay estudios que la sitúan hasta en más del 40%; cercana a la de Punta Catalina que fue de US$1,455 millones sobre US$3,400 millones, costo real de la obra. Las principales causas de las sobrevaloraciones son: el mal diseño o ambigüedad del contrato, las adendas caprichosas y lesivas al interés nacional, licitaciones dolosas, las mordidas de funcionarios del gobierno, en eso, con Punta Catalina Odebrecht, entre otras, se llevó la palma.
En ese tenor, en esa forma de construcción se expresa el fracaso del Estado dominicano en materia de institucionalización. Es la experiencia que como país tenemos. Sin embargo, no se puede generalizar, la existencia de este flagelo no es igual en forma, cuantía o sistematicidad en todos los regímenes o países. Todo depende de los niveles de organización y de control del partido de gobierno sobre la sociedad. En ese sentido, sería útil establecer si en los anteriores gobiernos el partido oficial poseía una estructura organizativa tan fuerte que le posibilitaba crear o permitir estructuras mafiosas de corrupción relativamente superiores al presente. Entonces los casos eran más y más escandalosos, sin negar, absolutamente, que en este existen varios, como el reciente de SeNaSa, de extensión y cuantía bochornosa.
No existe una varita mágica para impedir la corrupción en el manejo de la cosa pública, pero lo realmente determinante para detenerla o limitarla es el nivel de control social/institucional que se pueda establecer sobre la institución que hace los gobiernos, nacional y locales: los partidos. En la medida se debilita el control social y de sus militantes sobre las direcciones de estos, más corrosivo y expansivo será el nivel de corrupción y más se debilitará la democracia. Hay quienes erróneamente apuestan a la desaparición de los partidos, sin pensar que no hay manera de establecer un poder sin una organización de voluntades en que se sostenga ese poder, y que toda forma de organización política termina convirtiéndose en partido.
Por consiguiente, la mano dura de un jeje o de un partido deseado por algunos, como el simple lloriqueo de otros, no conducen a ninguna parte. Solo en el control social, la participación e incidencia de la gente en las esferas públicas hay posibilidad de limitar los efectos perversos de la corrupción y sus costes para el desarrollo nacional y en la calidad de vida de la población. Solo con mayor democracia será posible menor corrupción.
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