El primer ideario constitucionalista del país es obra de Juan Pablo Duarte. Este articuló un proyecto de Constitución que abreva “en el pensamiento más progresista y avanzado de su tiempo, es decir, el liberalismo democrático” (Fernando Pérez Memén). Duarte planteó la prevalencia de la ley como “regla a la cual han de acomodar sus actos, así los gobernados como los gobernantes”. Concibió un gobierno que “deberá ser siempre popular en cuanto a su origen, electivo en cuanto al modo de organizarlo, representativo en cuanto al sistema, republicano en cuanto a su esencia y responsable en cuanto a sus actos”. Esta visión pronto chocaría con la dura realidad política que fraguó la primera Constitución.
La Constitución fundacional de la República Dominicana, adoptada el 6 de noviembre de 1844, nació marcada por una tensión fundamental entre dos grandes centros ideológicos que atraviesan la historia nacional. Una visión progresista, como la de Los Trinitarios liderados por Duarte, que aspiraban a dotar al pueblo de un instrumento de libertad, gobierno limitado y desarrollo individual. Frente a esta, se situaba la pretensión de los grupos conservadores encabezados por Pedro Santana por instaurar un orden tradicional que privilegiara una autoridad fuerte para el control estatal (Flavio Darío Espinal). Esta dialéctica de tradición contra progreso sentó las bases de una plasticidad identitaria que pervive en el imaginario colectivo más allá de cualquier ideología prístina que pretenda plasmarse en la Ley Fundamental.
A pesar de que la Constitución de 1844 expresaba principios liberales, terminó sucumbiendo a la presión autoritaria del presidente Santana. Ello se materializó en el tristemente célebre artículo 210, que instituyó un auténtico estado de excepción durante la guerra con Haití, reforzando las prerrogativas del presidente “sin estar sujeto a responsabilidad alguna”, es decir, exento de rendición de cuentas, control político y control popular, pues, a pesar de la prohibición de la reelección presidencial inmediata (artículo 98), otra disposición transitoria le habilitó para dos mandatos consecutivos (artículo 206). Esta argucia sería el germen de una de las distorsiones institucionales más persistentes en el país: la supuesta necesidad de un Ejecutivo hegemónico.
Esta tensión entre la Constitución como “proyecto de libertad” versus “instrumento de orden” dio lugar a dos reformas contrapuestas en 1854: una de corte liberal en febrero y otra abiertamente autoritaria en diciembre. El ideal progresista, que buscaba emular las libertades públicas al estilo europeo y estadounidense, así como sentar las bases de un gobierno limitado, es articulado con mayor nitidez en la Constitución de Moca de 1858, considerada como la más liberal del siglo XIX; pero apenas duró unos meses en vigor, ya que pereció abruptamente debido a un golpe de Estado impulsado por el liderazgo conservador, con la finalidad de reinstaurar el orden colonial a través de la anexión del país a la “Madre Patria”.
A pesar de que la Constitución de 1844 expresaba principios liberales, terminó sucumbiendo a la presión autoritaria del presidente Santana.
Tras la Restauración de la República, las cartas magnas sucesivas oscilarían entre el ideal liberal-progresista y el espíritu conservador-tradicionalista. Un autor de la época advertía amargamente “que en las postrimerías del siglo XIX […], en que más espléndidos han sido los triunfos del derecho”, en el país subsistían “los más poderosos obstáculos a la organización jurídica de la sociedad, que era […] el objetivo a que debían haberse encaminado los esfuerzos de todos”, para poner a cubierto a la patria de “la falsa noción del gobierno que recibieron de sus antepasados y transmitieron a sus sucesores”: un ejercicio de poder “personal, absoluto, irresponsable” (Rafael Justino Castillo, 1898).
A principios del siglo XX, el país optó por textos liberales, como la Constitución de 1908 (eclipsada por la intervención estadounidense en 1916) y la Constitución de 1924 (adoptada a partir del retorno de la soberanía nacional). Sin embargo, las tensiones ideológicas subyacentes persistieron en la práctica, evidenciando la prevalencia de la constitución material (los factores reales de poder) sobre la constitución formal (el documento escrito). La dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961) convirtió esta dicotomía entre forma y materia en un sello identitario del régimen: la Constitución ofrecía un ropaje liberal para legitimar un ejercicio de un poder absoluto en manos del jefe.
La tensión ideológica reaparece en todo su esplendor tras la caída de la dictadura de Trujillo. La Constitución de 1963, impulsada por el presidente Juan Bosch, considerada la más avanzada del siglo XX, optó abiertamente por un constitucionalismo progresista de corte social que profundizó los rasgos incipientes que afloraban en el texto de 1955. Su paralelismo con la efímera Constitución de Moca es sorprendente: ambas, visionarias para su época, tuvieron una vigencia de apenas unos meses, al perecer a causa de golpes de Estado militares emparentados con sectores conservadores, pero permanecen en la memoria de la posteridad como supuestos paradigmáticos de proyectos progresistas en el constitucionalismo dominicano.
La Constitución de 1966, promovida por el presidente Joaquín Balaguer para consolidar su hegemonía neoconservadora, contenía paradójicamente los gérmenes de la estabilidad democrática. Este texto logró institucionalizar un andamiaje jurídico-político que haría posible la alternancia pacífica del poder. Su vigencia durante 44 años —sin desmedro de las reformas de 1994 y 2002— demostró la viabilidad de la continuidad institucional en medio de tensiones ideológicas no resueltas, creando el sustrato para el consenso transaccional futuro. La carta de 1966 encapsula así la ambivalencia fundamental de la tradición constitucional dominicana: la capacidad de una práctica política de trascender, para bien o para mal, las limitaciones del marco constitucional formal.
Se puede afirmar que el constitucionalismo dominicano permanece atrapado en una lógica ambivalente de ideas contrapuestas. Aquellos que aspiran a una constitución como proyecto de transformación social chocan con quienes la vislumbran anclada en una visión conservadora de la identidad nacional. Sin embargo, no es posible concebir la sociedad a partir de un relato unilineal que niegue sus tensiones ideológicas naturales, ya que desde los inicios de la República campea un pluralismo desestructurado entre dos polos identitarios, que se renuevan y refuerzan en ideologías omnicomprensivas que no siempre pueden encontrar un punto medio para arribar a consenso. Surge así la necesidad de repensar la Constitución como instrumento de convivencia en medio de las diferencias.
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