Husmeando por Librería Cuesta me encontré con el texto que lleva por nombre el título de esta reflexión. De la obra, lo menos que se puede referir es que resulta inquietante, ya que es una de esas historias que atrapan desde que la mirada reflexiva alcanza los primeros párrafos. La narrativa se centra de manera principal en tres personajes, de los cuales solo dos gozan de la posibilidad de ser nombrados, mientras que a una tercera le corresponde ser la voz a través de la cual se hace tangible la historia que se nos regala, por lo que queda en el anonimato, al igual que el personaje que da origen a todo el entramado de la obra.
A grandes rasgos, la novela cuenta la fragilidad de las cosas que a veces damos por sentadas y cómo estas pueden cambiar de una manera insospechable. El relato se desarrolla en Montecarlo, Mónaco, cuando en medio de la estancia de varias personas que se hospedan en un hotel cualquiera, su vida se ve interrumpida con la llegada de un joven que causa una empatía poco habitual. Todos los mortales que han experimentado una vida prolongada han tenido la oportunidad de coincidir con personas herederas de una gracia singular, propietarias de cierto influjo, que donde quiera que llegan acaparan las miradas, se apoderan de la atención de su mundo circundante, resultando ser del agrado de todo el que se deja entrever a su paso.
Este personaje, del cual la poca información que se brinda es que, además de ser joven, es francés, y que tiene talento para jugar tenis, ajedrez, maneja los temas de actualidad y además le conlleva poco esfuerzo adentrarse en cuestiones de carácter político. Aunado a esa amalgama de habilidades, también tiene garbo, el cual es percibido por las damas que el azar se encarga de cruzarle en su camino.
En ocasiones los discursos grandilocuentes no son más que piezas de Vela Zanetti, que esconden fachadas de paredes agrietadas y que con empeño disimulan algunas de sus grandes fisuras
Es este hombre el que de manera sorpresiva cambia la vida de Madame Heriette, al punto que a tan solo 24 horas de conocerlo, esta decide dejar todo a la deriva, desasirse del corpudo de su esposo, abandonar sus amistades, desembarazarse de cada cosa, al extremo de abandonar a la suerte a sus dos hijas y correr tras los brazos de este hombre que apenas lleva un par de horas mirándolo pasar de un lado a otro; sin embargo, es tiempo suficiente para que ella decida, en un tronar de dedos, darle un rumbo inimaginable a toda su existencia, a su vida, sin dar la vuelta para contemplar todo lo que abandonaba, como si el desapego hubiera encarnado en ella.
Sin duda que lo acontecido resulta ser la comidilla de todos los huéspedes del hotel; la moral de la mujer que ha decidido su suerte en solo unas cuantas horas ha quedado desgastada. Comprobado el cuestionado accionar de la señorita Heriette, surge naturalmente el discurso recriminatorio en su contra, y claro que resulta del todo lógico pensar que es una conducta reprochada por cada partícipe incorporado al debate.
Uno de los elementos que hacen de este libro ser cautivador es la capacidad que tiene el autor de dar giros que dejan al lector absorto, sin la más mínima posibilidad de intuir el cambio de dirección que brinda la narrativa. Uno de ellos acontece precisamente en la enconada discusión sobre la supuesta inmoralidad de la conducta ejercida por Madame Heriette, a la cual el autor la apostilla como una “Madame Bovary terciaria”. Es en esta conversación en donde aparece la voz sin nombre del autor, o sencillamente la voz, que de entrada ejerce un papel reflexivo y paliativo en lo referente a la conducta ejercida por aquella mujer insensata y poca sesuda según los cánones de la época.
El discurso enarbolado por la voz se erige en una genuina apología a la dama que se distanciaba del correcto proceder; mas hay que decir que la defensa no se comporta de manera acérrima, implacable, ejercida a todo pulmón; más bien es una especie de mayéutica socrática, prudente, juiciosa si se quiere, llevada por una persona sin estrechez mental.
El discurso, reitero, no se ejerce de manera radical, sino más bien intentando llevar en el ánimo de los participantes la complejidad de la conducta humana, sugiriendo que tal vez, por motivos ininteligibles, ciertas acciones no precisan de un pensamiento reflexivo para decidirse, entrando en este tramo en la tesis fundamental del libro, que sostiene que en solo 24 horas una mujer puede darle un giro de 180 grados a su vida. Ante semejante discurso, como es de esperar, las voces que han sido implacables con el accionar de la señora Herriete no se dejan esperar, y es aquí como surge el personaje central de aquella crónica que empezamos a leer y analizar, la señora Misstress C., la cual cuestiona de manera frontal, aunque siempre de manera educada, al personaje que nunca se nos revela, es decir, la voz, bajo el argumento siguiente:
“¿Usted no encuentra, pues, odioso, despreciable, que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para seguir a un hombre cualquiera, del que nada sabe, ni siquiera si es digno de su amor? ¿Puede usted realmente excusar una conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, además, no es ya una jovencita y que siquiera por amor a sus hijas hubiese debido preocuparse de su propia dignidad?
A la retahíla de preguntas vinieron otras no menos embarazosas, aunque por alguna razón la señora Misstres baja la tonalidad de su discurso en cuanto a la reprimenda que formula en cada frase.
Hemos advertido en otra parte de esta lectura que si hay algo indescifrable en esta vida, absurda a decir de Camus, es la conducta humana, y deviene en natural pretender malgastar las neuronas e intentar comprender la complejidad de lo esbozado, sin embargo, no hay mejor explicación que la que han congeniado grandes pensadores, como Hobbes, Maquiavelo, Montesquieu, entre otros, y decantarse por la tesis que aduce que el hombre es un lobo y una bestia, un demonio y un desalmado, pero a la vez, un ser dispuesto a perder su propia vida por una buena causa, capaz de desafiar las más temidas tempestades por hacer algo que le parece sano, bueno, o que sencillamente entiende justo, por lo que el mismo hombre capaz de enarbolar la bandera de los mejores intereses alberga en sus adentros una fiera dispuesta a devorarlo todo a su paso con o sin razón aparente.
Para entender mejor lo referido precedentemente, debemos adelantar un poco en el discurrir del relato y trasladarnos al café que sirve de encuentro para que la señora Misstres cuente a la voz el suceso que da origen al nombre del libro. En interés de que el lector pueda tener solo una perspectiva de la historia, nos proponemos hacer una ligera reseña con el fin de que, cuando se asome la curiosidad, el interesado pueda abrevar directamente de la fuente.
Una vez la señora Misstres queda convencida de que su interlocutor no parecía juzgar de mala forma aquel aparente desliz de Madame Heriette, decide desahogarse. Ella cuenta que vivía una vida feliz con su esposo, el cual formaba parte de una clase encumbrada debido a su linaje; viajaban por el mundo conociendo cultura y disfrutaban de la vida como podían hacerlo solo unos cuantos, tal vez por lo bien distribuida que estaba la riqueza. Tenía varios hijos, los cuales eran bien portados, por lo que la nostalgia y la congoja frecuentaban muy poco su patio, a modo de excepción, aquella vez en la que percibe la muerte de su eterno compañero de vida.
Había en toda esta historia una particularidad, un evento que de algún modo se entrelaza con los hechos que se suceden en el futuro, y es que su marido era un fiel devoto de la quiromancia, lo que sirvió como caldo para desarrollar ciertas habilidades que le hicieron reparar en las manos de las personas, entre ellas a un amante del casino, responsable de germinar la culpa que persigue a la señora Misstres. Este jugador, que no repara en nada más que las cartas que se mueven en su mesa, ejerce de manera intempestiva y sin intención una influencia sideral en el corazón de la dama, al extremo que a solo horas de conocerlo asume el papel de salvadora y rescate de un ludópata.
Sin pretenderlo, resulta flechada por las intrigas de Cupido que la hacen dormitar con aquel completo desconocido, del que solo lleva unas cuantas horas de haberlo visto por vez primera. En un solo día se tejen mil historias, vividas por aquellos extraños uno del otro. Asumiendo el rol de rescate, la señora Misstres realiza múltiples labores, entre ellas la de evangelista, seminarista, incluyendo además la de banquera. Las acciones emprendidas por la flechada dama no obedecen a peticiones formuladas por aquel desconocido, sino más bien al sentimiento de compasión que la abrigaba. Esta tesis no deviene en pacífica porque se presentan diversos detalles que pueden empujar a otras interpretaciones, por lo que corresponderá al lector discernir en el mar de las penumbras.
A pesar del esfuerzo ingente realizado por la penitente, el amante de casino nunca pudo ser rescatado de su destino, de aquel vicio, de los lastres que le empujaban al quinto infierno. Lo interesante y lo intrincado de esta vivencia es que en esa labor humanitaria, altruista, emprendida por quien fuera dama implacable, las flechas de cupido no fueron aventura de una noche de inconciencia, de simples excesos; al menos no lo fue para su corazón prendado, el cual, hechizado del influjo de aquel hombre, quedó marcado en una época en que ella rebasaba los 40 y, acercándose a los setenta, aún llevaba colgada latente la culpa de lo que consideraba como el más grande error en su vida.
En palabras salidas de su boca lo externaba del modo siguiente: “De momento, quizá no acierte a explicarse que yo le cuente a usted, a un extraño, todas esas cosas; pero es que no pasa un día ni apenas una hora sin que deje de pensar en aquel hecho; puede usted creer a esta mujer de edad avanzada cuando afirma que no hay cosa más insoportable que pasar toda una vida obsesionada por un solo punto, por un solo día de su existencia”. La decepción de la señora Misstres fue tan grande que, a pesar de transcurrir varias décadas de aquel suceso, los acontecimientos le seguían martillando la cabeza cual “corazón delator” de Allan Poe.
La razón de ese sinsabor obedece al hecho de haber quedado encandilada sin proponérselo, de manera inconsciente, al punto de decidir firmemente desasirse de todo cuanto la podía atar, resolviendo en cuestión de horas prescindir de sus hijos tal y como alguna vez lo hiciera Madame Heriette, por una persona de la cual llevaba conociendo solo unas cuantas horas. Lo más triste de la desventura es que, si bien el abandono de su pasado no se concretizó, no fue gracias a su estoicismo, entereza o a su sapiencia, ni mucho menos al buen juicio, tampoco a la reciedumbre moral de la que aún se ufanaba, sino más bien que la única razón por la que su vida no giró en 180 fue porque su flamante amor solo tenía ojos para las cartas que se movían en los juegos de azar, sin incluir, por razones obvias, los que estuvieran incluidos en la fortuna del amor.
Comprobado el cuestionado accionar de la señorita Heriette, surge naturalmente el discurso recriminatorio en su contra, y claro que resulta del todo lógico pensar que es una conducta reprochada por cada partícipe incorporado al debate.
La abandonó por completo y a la vez dejó su alma en pena, vagando, dormitando, en un pensamiento plagado de incertidumbre, sin tener la más mínima certeza de los motivos que arrojaron a aquel hombre para asumir la indiferencia de un extranjero en la concepción de un Camus.
A modo de cierre, es preciso expresar que dentro de las múltiples lecciones o enseñanzas que ofrece la historia, hay una en particular que llama poderosamente la atención, por la cotidianidad con la que se nos presenta: el hecho de cómo encontramos personas que exhiben un discurso tan enérgico e implacable, castigando una actuación que consideran moralmente reprochable y, al realizarlo con tanta severidad, nadie que los escuche abrigaría alguna duda de su correcto proceder, de lo impoluto de su pensamiento en los senderos de la ética y la moral.
Sin embargo, tal y como se divisa en la obra, en ocasiones los discursos grandilocuentes no son más que piezas de Vela Zanetti, que esconden fachadas de paredes agrietadas y que con empeño disimulan algunas de sus grandes fisuras.
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