La República Dominicana se acerca al 2026 con una economía claramente debilitada, arrastrando los efectos de un manejo público que ha privilegiado el gasto improductivo, la improvisación y la retórica de estabilidad por encima de la planificación, la inversión y las reformas. El país ingresa a este nuevo ciclo con señales inequívocas de agotamiento: crecimiento en desaceleración, presiones fiscales acumuladas, fragilidad monetaria, deterioro institucional y un clima social marcado por el desencanto y la inseguridad. Todo ello configura un escenario que podría convertir al 2026 en el año donde se haga evidente, sin filtros, el costo económico y social de las decisiones del Gobierno del PRM.
Uno de los elementos más preocupantes es la estructura del Presupuesto General del Estado para 2026. Con un 87% del gasto destinado a cubrir compromisos corrientes, el país permanece estancado en un modelo en el que el Estado consume recursos, pero aporta muy poco al crecimiento. La inversión de capital sigue siendo anémica, insuficiente para mejorar infraestructura, dinamizar sectores productivos o elevar la productividad nacional. En lugar de un presupuesto orientado al desarrollo, lo que tenemos es un aparato administrativo que apenas se sostiene y que deja a la economía sin motores claros para el futuro.
En el ámbito monetario, el Banco Central agota su repertorio de maniobras. La reducción de la tasa de referencia y las sucesivas liberaciones de encaje legal no han logrado traducirse en mayor dinamismo económico. El crédito no fluye con la energía necesaria y el aparato productivo no reacciona porque la verdadera limitante no es una falta de liquidez, sino la ausencia de confianza, la caída de la inversión pública y la incertidumbre sobre el rumbo económico. Mientras tanto, la diferencia entre la tasa de interés local y la tasa de la Reserva Federal continúa siendo insuficiente para incentivar el ahorro en pesos, lo que aumenta la vulnerabilidad cambiaria y el riesgo de presiones devaluatorias.
La República Dominicana necesita un cambio de rumbo urgente, responsable y profundo, antes de que estos síntomas se conviertan en daños estructurales irreversibles para nuestra economía
A este panorama se suma un fenómeno silencioso, pero profundamente perjudicial: el aumento del riesgo soberano y las tasas cada vez más competitivas con que Hacienda y el Banco Central emiten bonos. Estas emisiones están absorbiendo la capacidad crediticia del sistema financiero y provocando una pérdida de apetito de la banca para financiar a los sectores productivos, porque el Estado se ha convertido en un cliente más rentable, más fácil y con regulaciones que incluso premian estas inversiones asignándoles riesgo cero. El resultado es doblemente nocivo: la banca prefiere financiar gasto corriente del Gobierno en vez de apoyar a las empresas, y el sector productivo queda estrangulado justo en el momento en que más necesita capital para evitar una desaceleración mayor.
La bomba de tiempo del déficit cuasifiscal del Banco Central agrava aún más este desequilibrio. Su trayectoria ascendente compromete seriamente la sostenibilidad financiera del país. El costo de los intereses de los certificados drena una parte cada vez mayor del presupuesto y seguirá aumentando, reduciendo aún más el espacio para financiar educación, salud, infraestructura y seguridad. A la par, la deuda pública continúa expandiéndose, con un porcentaje del presupuesto destinado al pago de intereses que deja poco margen para las prioridades nacionales más urgentes.
El sector eléctrico, por su parte, se ha convertido en un agujero negro económico. Su déficit crece año tras año, tanto en valores absolutos como en porcentaje del PIB, sin que el Gobierno haya presentado una estrategia seria para enfrentarlo. El país sigue atrapado en un sistema ineficiente, costoso y vulnerable, donde la falta de inversión, planificación y modernización se combina con una pobre gestión administrativa. En estas condiciones, es imposible aspirar a un crecimiento sostenible, pues ninguna economía moderna puede prosperar con un sistema eléctrico permanentemente al borde del colapso.
Otro motor tradicional del crecimiento, la construcción, también muestra señales claras de agotamiento. La desaceleración responde a múltiples factores: una casi inexistente inversión pública en infraestructura, la parálisis de proyectos viales indispensables, los altos costos de materiales y unas tasas de interés que no se han ajustado a la baja a pesar de la política monetaria expansiva. El resultado es un sector rezagado que ya no impulsa el empleo ni la actividad económica como antes, comprometiendo un componente esencial del crecimiento histórico dominicano.
El comportamiento del tipo de cambio tampoco ayuda. Las fluctuaciones recientes han generado un ambiente de incertidumbre que se traduce en aumentos preventivos de precios por parte del comercio, influyendo en la inflación por expectativas. En otras palabras, la sola percepción de inestabilidad cambiaria es suficiente para encarecer bienes y servicios, afectando directamente a las familias.
El turismo, tradicional pilar del crecimiento, tampoco muestra el vigor de años anteriores. Las llegadas desde Estados Unidos, Canadá y Europa —nuestros mercados más importantes y de mayor gasto por visitante— se han desacelerado. El Gobierno intenta compensar promoviendo la llegada de turistas suramericanos, pero estos mercados tienen estadías más cortas, menor gasto y mayor volatilidad económica. Depender de ellos como sustituto es arriesgado y difícilmente sostenible en el tiempo.
Mientras tanto, el campo dominicano vive una crisis silenciosa. La falta de apoyo a la producción agropecuaria, combinada con un aumento desmedido de las importaciones de productos que tradicionalmente producimos, ha provocado un deterioro en la seguridad alimentaria, afectando los precios internos y reduciendo las oportunidades de miles de familias que dependen del sector agrícola.
A esto se suman factores que deterioran directamente la calidad de vida del dominicano: la falta crónica de aulas, el retroceso educativo evidenciado por bajas calificaciones, un sistema de salud sin mejoras tangibles, el mayor escándalo de corrupción en la historia de SENASA y la creciente inseguridad ciudadana, que erosiona la tranquilidad colectiva y aumenta los costos sociales y económicos.
La desconfianza se profundiza con la frecuencia cada vez mayor de casos de corrupción administrativa, lo que envía un mensaje devastador al país: que los recursos públicos no están seguros, que no se respeta el principio de transparencia y que el Estado parece más interesado en proteger intereses particulares que en garantizar el bienestar de la población.
Si todas estas tendencias se mantienen, el 2026 podría marcar el inicio de un período prolongado de estancamiento económico, de debilitamiento institucional y de disminución del nivel de vida. El país estaría expuesto a una mayor inflación, a una devaluación más acelerada, a un menor crecimiento o incluso recesión técnica, acompañado de un aumento del desempleo informal y una pérdida sustancial del poder adquisitivo.
En definitiva, el 2026 se perfila como el año del desencanto económico: el punto en el que se harán visibles, sin narrativa oficial que los maquille, los efectos acumulados de un manejo improvisado, de un endeudamiento sin estrategia, de un gasto público desbordado y de la falta de visión para encaminar al país hacia un crecimiento sostenible e inclusivo. La República Dominicana necesita un cambio de rumbo urgente, responsable y profundo, antes de que estos síntomas se conviertan en daños estructurales irreversibles para nuestra economía y para el bienestar de todos los dominicanos.
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