Las lluvias intensas, las tormentas cada vez más frecuentes y el aumento en la fuerza de los huracanes son señales inequívocas de que el cambio climático no es un fenómeno lejano ni ajeno a la realidad dominicana.
República Dominicana, como muchas naciones del Caribe, se encuentra en la primera línea de sus consecuencias, y sin embargo, el modelo de crecimiento urbano continúa replicando patrones insostenibles: expansión sin planificación, reducción de áreas verdes y sustitución del suelo natural por cemento y asfalto.
Es evidente que el viejo modelo de desarrollo urbano no sirve para estos tiempos, y es necesario que los planificadores del Estado, desde el gobierno central hasta las autoridades municipales, asuman el reto.
Las ciudades del país han crecido con rapidez, pero sin una visión clara de sostenibilidad. Se construye donde antes corría el agua, se levantan edificios en zonas inundables y se eliminan los pocos espacios naturales que podrían servir como pulmones urbanos o amortiguadores frente a las lluvias. Cada tormenta deja en evidencia la fragilidad de un sistema urbano que prioriza el crecimiento material sobre la resiliencia.
El desafío no se limita a modificar la manera en que se planifican las urbes, sino también a cambiar la mentalidad colectiva. Es urgente replantear qué entendemos por desarrollo: no se trata de más cemento, sino de mejor convivencia con el entorno.
Adaptarse al cambio climático no es una opción, sino una obligación ética y práctica.
Hoy más que nunca las ciudades deben incorporar corredores verdes, sistemas de drenaje sostenibles, materiales permeables y un diseño que considere el comportamiento de la naturaleza, no que lo ignore.
La educación es un pilar esencial en este proceso. Desde la niñez, es necesario enseñar qué implica el cambio climático y cómo las acciones cotidianas, desde el uso del agua hasta el manejo de los residuos, tienen un impacto acumulativo. Crear conciencia ambiental no es solo tarea de las escuelas; debe ser una política de Estado y un compromiso ciudadano.
El país no puede continuar expandiendo sus ciudades sin control, ni seguir relegando el medioambiente a un segundo plano. Adaptarse al cambio climático no es una opción, sino una obligación ética y práctica. De lo contrario, el costo de la inacción se medirá en pérdidas humanas, económicas y territoriales que ninguna obra de infraestructura podrá compensar
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