Diciembre nos trae siempre el fresco de una temporada que nos abraza con el sentimiento festivo, con despedida de un año, y nos ayuda en la preparación de un nuevo y próspero año nuevo. Es siempre el deseo que todos expresamos.

Este diciembre, sin embargo, nos ha atrapado con el descubrimiento de un fraude en una de las instancias creadas y financiadas por el Estado para atender y satisfacer las demandas de atención en salud del país. Una demanda dilatada durante tanto tiempo. El sistema dominicano de seguridad social, inaugurado con la apertura del siglo XXI, nos trajo el Senasa, como ARS estatal para atender a los empleados públicos, y para atender al régimen contributivo subsidiado, que paga el Estado y que se extendió a más de 7 millones de personas durante el presente gobierno.

El fraude resulta indigno, no solamente porque dilapida miserablemente los fondos destinados a la salud de la mayoría del pueblo, sino porque los métodos utilizados para el desfalco resultaron tan denigrantes, que daban la impresión de que se cometían bajo el amparo de la impunidad y un sentido de que serían protegidos por las altas esferas del poder.

La indignación colectiva es más que justificada. La sanción debe pedirse y aplicarse, siempre respetando los procedimientos judiciales y las garantías que merece todo acusado. Claro, que la política y la proximidad de las elecciones invitan al oportunismo y a sobredimensionar la naturaleza del último fraude.

No fue así. La Superintendencia de Salud y Riesgos Laborales, que supervisa a las ARS del sistema, identificó irregularidades y las notificó a la ARS estatal, que hizo caso omiso a la identificación de irregularidades. Se escudó en denuncias menores y, sobre el fundamento descubierto, ocultó informaciones vitales. Lo que ha dicho el Ministerio Público es que los funcionarios de SENASA se combinaron desde muy temprano para defraudar al Estado y a esa entidad, con sectores privados, con prestadores de toda índole para falsificar facturas de servicios no prestados, para simular acuerdos y pagar sumas multimillonarias que se repartían entre los cómplices.

Los Estados Financieros del Senasa fueron falsificados desde el 2021. Se reportaban datos falsos y se ocultaban los verdaderos resultados negativos, que inducían a los investigadores a comprobar las irregularidades. Los mecanismos de prevención de la corrupción operaron con deficiencias. Las autoridades de SISALRIL tardaron en identificar un fraude mayúsculo, hasta que se puso en manos del Ministerio Público.

El fraude ronda los 15 mil millones de pesos. El fraude en Baninter, el más grande ocurrido en el país, fue por 55 mil millones de pesos. El fraude denunciado por el Ministerio Público en el caso OISOE, contra Félix Bautista, fue por 27 mil millones de pesos; el fraude de la Operación Calamar en Hacienda fue por 19 mil millones de pesos; el fraude en el sector eléctrico en el gobierno último del PLD fue por 20 mil millones de pesos.

La dimensión de estos fraudes pone en evidencia que la corrupción es un mal endémico en la República Dominicana, y en cada caso los inculpados apuestan al olvido. La tradición es que los gobiernos protegen a los funcionarios. En este fraude del Senado ha habido una postura diferente, y eso es un consuelo. No hay impunidad, y el Estado actuará como actor civil para reclamar el monto defraudado.

La indignación colectiva es más que justificada. La sanción debe pedirse y aplicarse, siempre respetando los procedimientos judiciales y las garantías que merece todo acusado. Claro, que la política y la proximidad de las elecciones invitan al oportunismo y a sobredimensionar la naturaleza del último fraude.

El fraude resulta indigno, no solamente porque dilapida miserablemente los fondos destinados a la salud de la mayoría del pueblo, sino porque los métodos utilizados para el desfalco resultaron tan denigrantes, que daban la impresión de que se cometían bajo el amparo de la impunidad y un sentido de que serían protegidos por las altas esferas del poder.

Que haya sanción, que la impunidad no se imponga. Que los responsables, tanto desde el sector público como desde el sector privado, sean condenados y sancionados penal y moralmente, y que las argucias dilatorias del proceso penal no se impongan.

Es el deseo y la aspiración de una sociedad dominicana golpeada por la naturaleza maleable de funcionarios escogidos para servir al pueblo y que han optado por servirse con la cuchara grande de la corrupción. Es otro fraude, no descubierto a tiempo, pero que sirve como lección para que las autoridades mejoren los mecanismos de selección de los encargados de administrar fondos estatales, y la capacidad preventiva de los muchos órganos de detección y prevención de los actos de corrupción.