El problema ambiental dominicano más urgente no es el material de los envases, sino la basura que no se recoge.

Ese simple hecho, tantas veces disimulado por discursos “verdes” y campañas de ocasión, explica por qué cada intento de regulación termina chocando con la realidad: se legisla sobre el síntoma, no sobre la enfermedad.

Las observaciones del Poder Ejecutivo a la Ley General de Residuos Sólidos, en lo referente a los envases plásticos, han abierto un debate más ideológico que técnico.

El texto observado no prohíbe expresamente los envases de foam biodegradables, pero la ambigüedad de su redacción ha sido interpretada como si así fuera. Y ahí comienza el ruido. Un ruido que tapa muchas otras cuestiones relevantes, como la educación ciudadana, y el descuido personal, familiar, empresarial, privado y gubernamental en preservar la biodiversidad.

Durante meses, la ley fue discutida y aprobada sin objeciones mayores. Solo después aparecieron reclamos aislados de dos o tres sectores, ninguno vinculado a la cuestión del foam.

Lo paradójico es que las empresas dominicanas que fabrican estos empaques habían invertido —según datos del propio sector— supuestamente más de 80 millones de pesos en adaptar su producción a estándares biodegradables. Esa transición, iniciada hace unos dos años, fue presentada como un logro ambiental y una muestra de responsabilidad industrial. Aunque algunos quisieron desmentir que ello fuera posible.

El problema, sin embargo, no está en el foam ni en los plásticos reciclables, cuyo volumen global apenas alcanza un 8 % de recuperación. El problema es estructural: la basura no se recoge. Si los vertederos siguen siendo antros de descomposición a cielo abierto, poco importa que los envases sean de cartón, de caña o de plástico.

Los críticos del foam sostienen que prohibirlo sería un avance. Pero las experiencias de otros países invitan a la prudencia. Puerto Rico, Panamá y Costa Rica aprobaron medidas similares a las que ahora quiere tomar la República Dominicana, y luego tuvieron que retroceder: no existían sustitutos económicamente sostenibles ni logística suficiente para evitar un alza inflacionaria en bienes tan básicos como la comida para llevar.

Un ejemplo basta. Una bandeja de foam cuesta cinco pesos; sustituirla por una compostable puede elevar el costo a veintidós. En una economía donde millones dependen de un almuerzo de 165 pesos, ese aumento se traduce en exclusión, no en sostenibilidad.

Tampoco hay que olvidar un detalle técnico: un paquete de 200 bandejas de foam pesa 5.5 libras. Su equivalente plástico no biodegradable puede cuadruplicar ese peso. Si el objetivo es reducir los residuos, la sustitución podría resultar contraproducente. En nombre del ambientalismo estaríamos arrojando cuatro veces más plástico por peso y volumen al ambiente.

La discusión pública ha sido colonizada por una moral ecológica de superficie, donde la apariencia importa más que la eficacia. Se quiere prohibir antes de organizar y sancionar antes de educar. Pero ningún país en desarrollo puede darse el lujo de imponer políticas ambientales sin medir su impacto económico y social.

El presidente Luis Abinader ha mostrado en muchos temas buena voluntad reformista, y en este caso parece estar intentándolo, pero por el camino equivocado. El entusiasmo de algunos funcionarios por agradar a las redes o alinearse con modas globales no debe sustituir el análisis técnico ni el sentido común. Gobernar implica ponderar los costos de cada decisión, sobre todo cuando afectan al consumo popular.

El Senado y la Cámara de Diputados aprobaron una ley correcta en cuanto al manejo de los envases plásticos, para quienes se tomen el tiempo de leerla con calma. Las observaciones del Poder Ejecutivo introducen variaciones que no tienen el costo-beneficio que se desea alcanzar en el sector industrial que fabrica estos productos, que desalientan la inversión y congelan cualquier innovación, porque cualquier sustituto será cuestionado por ambientalistas que no consideran el costo al consumidor.

Antes de modificar lo que funciona, conviene pensar bien los cambios. De lo contrario, el país terminará aprobando otra ley para corregir los errores de esta. La basura no se prohíbe: se gestiona. Y esa sigue siendo la tarea pendiente.