El narcotráfico no solo deja violencia y desolación. También refleja, como un espejo incómodo, las grietas de la institucionalidad. En ese reflejo aparecen militares, políticos, jueces… y hasta familiares, que en distintos momentos se han visto vinculados a redes criminales. México es un ejemplo que no debemos ignorar.
Desde los años 40, del pasado siglo, autoridades locales convivieron con el tráfico ilícito como una forma de ingresos fáciles. El caso del general Jesús Gutiérrez Rebollo, arrestado en 1997 por proteger al capo Amado Carrillo Fuentes, “El Señor de los Cielos”, reveló que el narcotráfico había penetrado hasta el propio Instituto Nacional para el Combate a las Drogas. El espejo mostró entonces que el crimen no solo estaba en las calles, sino en las más altas esferas del poder.
Ese es el objetivo del narcotráfico: institucionalizarse, convertirse en la institución. Cuando la política, la justicia y las fuerzas de seguridad se corrompen, se vuelve casi imposible separar la legalidad del crimen. Los poderes se desmoronan como un castillo de naipes. En República Dominicana, el caso de un juez de carrera cuestionado por la extradición solicitada contra su hijo por vínculos con el narcotráfico es una muestra de cómo la sombra del crimen alcanza incluso a las familias de quienes deben representar la ley.
A esto se suma nuestra condición de país de tránsito. Las incautaciones récord de cocaína en 2025 y las más de 570 extradiciones realizadas desde 1999 evidencian que el narcotráfico no solo pasa por aquí: deja secuelas en forma de microtráfico, violencia y debilitamiento institucional.
El espejo del narcotráfico no miente. Nos muestra que el problema es sistémico y que la respuesta debe ser integral, urgente y sin privilegios, sin politiquerías. México ya vive las consecuencias de mirar hacia otro lado. La pregunta es si nosotros tendremos el valor de mirarnos de frente y actuar antes de que el reflejo nos devuelva una imagen irreparable.
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