I

Viajar a la India misteriosa, mágica, religiosa y espiritual no estaba en mis metas inmediatas, pero recibí, con inmensa satisfacción, gratitud y regocijo, una invitación del Instituto Cervantes de Nueva Delhi, con el apoyo de la Embajada de la República Dominicana en la India, para participar del festival de poesía Voces Iberoamericanas de Poesía, que se llevó a cabo del 26 al 27 de noviembre de 2025. El evento, que se realiza desde 2019, fue comisariado por el poeta indio y profesor del Instituto Cervantes, Subhro Bandopadhyay, y busca: “dar a conocer en la India la diversidad de lenguas y de tradiciones poéticas de España y de América Latina, así como fomentar el diálogo y el intercambio con poetas locales”.

El día 27 de noviembre, nos trasladamos a Calcuta (o Kolkata), para participar de otro evento denominado Festival Internacional de Poesía de Calcuta “Chair Poetry Evenings”, realizado durante los días 28 y 29 de noviembre. Éramos veinte poetas de España, Cataluña, Argentina, República Dominicana, Bélgica, Turquía, Holanda, Indonesia, Letonia, Reino Unido, India, Estados Unidos y Francia. Leímos nuestros poemas en español y un lector o lectora lo leía en inglés.

II

Al perder el vuelo de Nueva York a Delhi, me perdí el primer día de lectura en la Academia India de Letras y en la Universidad de Delhi, organizado por el Departamento de Lenguas Extranjeras y la Asociación de Hispanistas de India. Ya el segundo día, pude participar de una velada poética en el Instituto Cervantes de Delhi, con la presencia de estudiantes de español, traductores, periodistas, diplomáticos y público en general. Al día siguiente, muy temprano, nos recogieron en el hotel para irnos al aeropuerto; en el trayecto, pudimos comprobar la contaminación de la ciudad de Delhi. Apenas podíamos ver los árboles, pues todo parecía en tinieblas: una atmósfera llena de polución y un cielo gris y frío. En Delhi, desde las avenidas y las calles, se hace difícil ver los edificios: lo impide la copiosa vegetación de árboles que da la impresión de que se trata de un campo, si no fuera por la cantidad de personas y el movimiento del tránsito de la gran urbe. En Nueva Delhi es imposible caminar, ya que no hay aceras, los carros se desplazan muy rápido y el escenario parece la imagen de un pandemónium terrestre: triciclos, Uber motos, taxis, trenes, metros, autobuses, scooters, rickshaws y tuk-tuks (de tres ruedas). Es decir, podemos ver cómo se mezclan medios de transporte modernos y tradicionales, y a precios muy baratos (una rupia vale 0.011 dólares). Toda la ciudad semeja un día de mercado, pero los indios son silenciosos, pacíficos y callados: no se percibe la violencia, ni aun en el barrio más pobre y hacinado, pues los mueve la espiritualidad, la creencia en la reencarnación, el karma y la quietud. Puedes internarte en un suburbio o en un barrio depauperado y, como no hay drogadictos ni alcohólicos, no sientes temor ni miedo a ser agredido ni asaltado. El indio no come carne de res porque es un animal sagrado. Apenas comen pollo y pescado. El curry es su condimento preferido: está en todos los platos y hasta en el aire. Lo mismo la cúrcuma y otras especias de su gastronomía milenaria y ancestral, basada en un chile más picante que el mexicano, pero que uno termina aceptándolo y asimilándolo al paladar. La mayoría de los indios son vegetarianos y otros, veganos. Así que la carne y el alcohol son bienes escasos, pese a que vi algunos liquor stores chinos. En la ciudad conviven negocios chinos, indios y americanos, en armonía, y todos los letreros y señales de tránsito están en hindi e inglés. (El hindi es el idioma más hablado; luego le sigue el inglés como lengua franca de negocios, y detrás están el bengalí, el telugu, el marathi, el tamil, el gujarati, etc.).

Es un pueblo sumergido en la religiosidad, que practica la meditación trascendental, el yoga y la abstinencia sexual, y hasta el coitus interruptus, como los Hare Krishna. En efecto, el indio es más dado a la espiritualidad que al erotismo: creen en el pudor, el honor, la dignidad, la vergüenza y el silencio, no así en el pecado ni en la vida eterna ni en la resurrección, sino en la reencarnación. Muchos son politeístas y otros monoteístas, y en su crisol de creencias religiosas, practican el hinduismo (el 80%, con sus deidades: Shiva y Vishnu), el islamismo (el 14%); el cristianismo, el budismo, el jainismo, el zoroastrismo y el judaísmo, pero son minorías. Existen la libertad de culto y la diversidad de creencias espirituales, consignadas en su constitución y en su democracia como estado secular.

Es impresionante ver cómo conviven a la vez la miseria y la opulencia, la marginalidad y la riqueza, lo cutre y lo pulcro, el caos y el orden. Basta internarse en un barrio de Calcuta (como lo hicimos el grupo de poetas hispanos y la coordinadora española de la delegación, la atenta y hospitalaria Isabel López, quien venía de estar en el Instituto Cervantes de Filipinas e Indonesia) o de Delhi para ver la pobreza extrema: personas cadavéricas, desnutridas, con rostros huesudos, bocas desdentadas, piel polvorienta, semidesnudas, que se bañaban en las calles o bebían agua de los grifos y salían envueltas en toallas, y hombres arrastrando una carreta cargada de mercancías como si fueran caballos o burros. O cuando fuimos a Calcuta a conocer un templo de la diosa Kali: atravesamos callejones, vimos personas sumidas en la miseria, pidiendo dinero, descalzas, vendiendo objetos, efigies, obras de arte, souvenirs, enseres y bolsas de tinta roja que se colocan en la frente (bindi, las mujeres, y tilak, los hombres, hechas con kumkum, un polvo rojo mezclado de cúrcuma y cal), que se usa para simbolizar el tercer ojo que da energía y que significa sabiduría, fertilidad, protección, o que la mujer es casada, si el punto es más grande. Al llegar al lugar, tuvimos que quitarnos los zapatos y entrar en medias o calcetines (yo tiré las mías en un cesto de basura), colocar los zapatos en un depósito, pero la fila era tan larga que decidimos marcharnos, ya que se nos hacía tarde para visitar la Casa-Museo de Rabindranath Tagore. Otro día, un amigo poeta catalán y yo, cerca del hotel donde nos hospedaron, pasamos un susto o una vergüenza cuando intentamos entrar a un templo con zapatos: un monje o bodhisattva nos espetó con violencia y sorpresa y nos instó a quitarnos los zapatos.

III

Ya por la tarde, nos recogieron en el hotel para asistir a una lectura dentro de un barco sobre el río Ganges; fue una aventura fascinante, al ver la ciudad con sus castillos, templos y mezquitas, y otros barcos con luces festivas. Asimismo, fue una velada espectacular y memorable, con brindis, entregas de regalos, lecturas de poesía y cantos folklóricos y típicos, cargados de espiritualidad y de raíz cultural. Se bailaron ragas y talas, y una joven vestida de sari, con aretes en la nariz, parecía que cantaba con una voz que estremecía los cielos de Calcuta, esa noche y la noche anterior, en un teatro y en la terraza del hotel. Parecía una voz que no venía de este mundo, sino del trasmundo o de un mundo antiguo, sagrado, mágico e irrepetible.

Debo decir que la casa-museo de Tagore es una impresionante y enorme mansión, en forma de U, de dos pisos, color rojo bermellón, con puertas y ventanas color verde, donde curiosamente no permiten tomar fotos: la seguridad (no portan armas de fuego) se ocupa de vigilar estrictamente todas las salas de exposiciones y hasta evita que los visitantes usen el celular. Tuvimos que tomarnos fotos desde una distancia prudente. Este museo está enclavado en el corazón de un barrio de Calcuta. Cuando fuimos con el taxista, un grupo de indios –entre niños, jóvenes y ancianos— se nos abalanzó como si fuéramos extraterrestres o marcianos: todos querían ayudarnos con la dirección cuando estábamos perdidos o confundidos, incluyendo el taxista, quien salió del auto a preguntar. Fue sorprendente ver cómo salían de los callejones de un barrio muy marginado a mostrarnos su hospitalidad y su candidez, pero presas de estupor y sorpresa. Finalmente, dimos con la dirección y logramos entrar al majestuoso museo, no sin antes quitarnos los zapatos para recorrer su vastedad museográfica, de extraordinarias colecciones de fotografías, pinturas, dibujos, esculturas, memorabilias, objetos y piezas que fueron propiedad del Premio Nobel (algunas de su autoría), el primer premio Nobel indio y de Asia, quien lo ganó en 1913. Por lo que vimos en el museo, dedujimos que Tagore fue rico, ganó mucho dinero y heredó una fortuna. Cuando obtuvo el Premio Nobel de Literatura, se volvió una celebridad: fue recibido e invitado por reyes, presidentes y monarcas de diferentes países de Europa y Asia, y hasta estuvo en Argentina, en la villa Ocampo, de la mítica mecenas y editora, Victoria Ocampo, en Mar del Plata, quien lo hospedó en 1924.

IV

La India, el subcontinente asiático, antigua colonia británica, tierra de Mahatma Gandhi, fue descubierta por Vasco de Gama y explorada por Marco Polo. La democracia más grande del mundo, a juzgar por ser el país más poblado de la tierra (tiene 1,479 millones de habitantes), es la quinta economía del planeta, el séptimo país en territorio y la cuna del hinduismo, el jainismo y el budismo, donde nació y se expandió a China y Japón; posee 3500 años de antigüedad, origen del sánscrito, una lengua indoeuropea y uno de los idiomas más antiguos del mundo; es una de las civilizaciones urbanas más antiguas y es la primera gran civilización urbana; hablan 22 idiomas, más de 1600 dialectos y tiene más de 1100 universidades. Tener una cultura milenaria y luego haber sido colonia de Gran Bretaña le permitió erigir una arquitectura patrimonial fascinante y tener un legado cultural extraordinario. Visitar Delhi, Calcuta o Bombay, y pasearse por sus calles y avenidas a pie o en vehículo, representa una experiencia única e intransferible, sobre todo para un espíritu curioso, de mentalidad antropológica, como suelo ser. De modo que, para un caribeño, un habitante del trópico insular, visitar la India simboliza un sueño y una metáfora mítica del viaje. Es decir, una aventura espiritual y una curiosidad estética. Allí se perciben enormes contrastes en sus edificaciones, confundiéndose la urbe con el barrio y el suburbio con la metrópolis. (Es como si una plaza comercial moderna y de lujo estuviera enclavada en el corazón de un barrio marginado y caótico, o viceversa).   Puedes ver un edificio con ropas tendidas, secándose al sol, en plena ciudad, o un hombre sin camisa en la calle, o una gigantesca torre de apartamentos al lado de un tugurio. Pero el mayor contraste reside en los aeropuertos. Conocí el de Delhi, Bombay y Calcuta, y son del primer mundo o quizás superan en lujo, confort, tecnología y modernidad a cualquier aeropuerto de Estados Unidos o de Europa. Ni hablar de su industria cinematográfica que, después de Hollywood y Japón, ocupa el tercer lugar en el mundo (le llaman Bollywood, en alusión a Bombay) en producción anual de películas.

V

Realmente, me impresionaron sus aeropuertos, insisto, por su tamaño y alta tecnología. Me llamó la atención que para pedir el wifi en Delhi hay una máquina en la que uno escanea el pasaporte y el boarding pass y recibe un papel con el código (en Calcuta solo te dan 45 minutos, mientras que en Bombay son 24 horas). Viajar en aviones en (o hacia) la India constituye una experiencia muy singular: oyes muchas personas tosiendo (Julián Marías, dice en Imagen de la India, una crónica de 1959, que en la India todo el mundo tose), y se debe –creo– a la contaminación de Delhi (llevé mascarilla: nunca me la quité, salvo ocasiones contadas); también vi hombres con faldas, la mayoría de las mujeres, jóvenes y maduras, usando sari (vestido tradicional largo, de seda, de vistosos colores anaranjados, rojos, amarillos, sin coser, que dejan caer alrededor del hombro); vi a un joven de alguna religión que desconozco, que andaba descalzo y que caminaba con naturalidad y firmeza por los pasillos del aeropuerto de Bombay.

La India atrae y seduce, hechiza y encanta a todo aquel que posea una mentalidad antropológica y un espíritu abierto a dejarse atrapar por su historia, sus religiones, sus filosofías, su espiritualidad y su cultura. Hay que tener pasión por lo extraño y lo desconocido, lo ignoto y lo extremo para dejarse fascinar por su encanto mítico y por la atracción de sus contrastes. A la India la ama o la odia, me dijo una amiga. Es para vivirla, para saber lo que es, me dijo un amigo poeta español, que ha ido más de treinta veces, y la visita desde 1996. Dice que no hay otro viaje como el viaje a la India. Vivió por larga temporada entre leprosos y centros psiquiátricos, y entre la mugre y la pobreza. A un amigo escritor mexicano, que ha ido seis veces, le sigue fascinando, por su arquitectura y su mágico misterio. Y a otro amigo escritor colombiano, cuando le dije que había regresado de la India, me dijo: “La India es un país que amo”. (Escribió incluso un libro de poesía de su experiencia y de sus impresiones).

VI

Tras superar varios trámites burocráticos, de carácter migratorio, logré hacer mi largo viaje de veinte horas: cuatro horas de Santo Domingo a Nueva York y dieciséis de Nueva York a Delhi. Al arribar al aeropuerto Kennedy, ya a punto de despegar, pospusieron el vuelo tres veces hasta que, finalmente, todos exhaustos y extenuados por la larga y tediosa espera, el vuelo fue cancelado porque en Etiopía hizo erupción un volcán que estaba inactivo desde hacía ¡12 mil años!, y su ceniza impedía hacer la travesía. Nos trasladaron a un hotel en bus cerca del aeropuerto y, al día siguiente, después del desayuno, fuimos trasladados de nuevo al aeropuerto en el primer vuelo, al despuntar el mediodía. Al llegar al aeropuerto de Delhi, me recogió Vikas Sharma, un chofer indio de la Embajada dominicana, que me envió la ministra consejera, Paola Torres. Finalmente, pude encontrarme con ella. Me llevó a la cena ofrecida por la Embajada de España en Nueva Delhi. Tras varias peripecias, al llegar, perdí la conexión a internet (no me funcionó el roaming), y tuve que acudir a un taxista indio que hablaba español y que esperaba a una familia boricua con la que hice amistad en el vuelo. Ya con internet, pude avisarle a mi familia que había llegado, después de dieciséis horas sin comunicación de mi vuelo por Air India, en un jet de 400 pasajeros, en el que tuve que dormir, leer y meditar para disipar el tiempo y atenuar la ansiedad; o cuando nos despertaban para brindarnos desayuno, comida, cena y merienda.   Cuando finalmente pude salir a la calle, lo primero que me asustó fue que, al montarme en el carro, con olor a nuevo, mi asiento estaba ocupado por el chofer y tuve que hacerlo en el asiento trasero. Para todo habitante de un país no inglés, le resulta sorprendente ver el guía de los carros del lado derecho y no del izquierdo. A esta sorpresa nunca me acostumbré en mis días en la India, cuando tenía que girar a la izquierda para ocupar el asiento que aquí uso para conducir. Es decir, sentía que era yo quien manejaba en la ciudad, pero sin el guía. Al tomar las calles, los elevados y las avenidas, sentía escalofríos, al ver cómo se conduce siempre a la defensiva en Delhi, yo que creía que en ningún país se guiaba como en Santo Domingo. En Delhi los choferes manejan como locos: a velocidad vertiginosa y sin dejar de tocar bocinas (o el claxon), a la menor cercanía de otro vehículo, o para que el que va lento avance. Los taxistas de Uber son magos, pues, con una mano agarran el guía y con la otra usan uno y dos celulares: hablan y “chatean” y no dejan de hablar, curiosear y hacer preguntas en inglés, hindi o bengalí a los pasajeros. En la India todos hablan inglés y nadie español, pero un inglés muy rápido y poco articulado, por lo que a un oído no acostumbrado le cuesta trabajo descifrar su acento. A mí me mareaba la confusión de acentos y de idiomas, y, a menudo, no sabía en qué lengua me hablaban. Transitar por la ciudad de Delhi da vértigo solo de ver cómo los choferes se esquivan, giran de modo suicida o hacen zigzag; pero lo extraño es que nunca vi un accidente durante la semana que pasé allí. Nadie choca ni se roza. Algo que me sorprendió es que no vi carros de Uber o taxi viejos: todos son nuevos y la mayoría de marcas desconocidas para mí, pues en la India ensamblan y fabrican autos. Tampoco vi vacas en las calles, como se suele decir: que caminan por las calles, impidiendo el tránsito. Supe que en el pasado era así, pero desde hace varios años fueron recogidas. Lo que sí vi fue muchos monos. Incluso me llamó la atención ver a un hombre que llevaba un mono atado de un lazo como si fuera un perro. En los pocos días que anduve por Delhi vi estatuas de elefantes, tigres, leones y dioses, y también de Nehru, el nacionalista, político y líder del Congreso Nacional Indio, quien se destacó en la independencia de la India. Me resultó curioso no ver muchas estatuas de Mahatma Gandhi y mucho menos de Indira Gandhi, aunque me faltó mucho por recorrer y días para ver. Por lo visto, hay un culto a los animales sagrados de la religiosidad popular; en cambio, no vi estatuas de vacas, pero sí efigies de sus dioses Vishnu (el preservador), Shiva (el destructor), Brahma (el creador), Parvati, Kali, entre otras divinidades populares, que reflejan su cosmología y su parnaso teológico y mitológico.

Me hacía ilusión, como a todo turista o viajero, visitar la ciudad de Agra para conocer el Taj Mahal, pero no me alcanzó el tiempo, que se fue entre el jet lag, la recuperación del agotamiento, el cansancio, las jornadas de lecturas y los compromisos del evento. Pero el Taj Mahal quiere verme regresar, ya con más bríos para dejarme contagiar de la belleza y la magia de este espectacular monumento de la arquitectura islámica, de cúpula encebollada, construido en mármol y de fuentes de agua, visitado por miles de turistas del mundo.

Mis días en la India transcurrieron entre la duermevela y el insomnio, pues cuando tenía que dormir para recuperarme, estaba despierto y peleando con el sueño porque tenía que estar atento a una actividad, y de noche, cuando quería dormirme, no tenía sueño. La razón era que mi cerebro se desprogramó con el cambio brusco y brutal de hora. Sentía vergüenza al chatear con amigos y familiares en Santo Domingo, al confundir las horas, pues cuando aquí era de madrugada, en la India era de tarde, o viceversa. Nunca me acostumbré al cambio de los husos horarios ni al tiempo psicológico y mental. Una amiga poeta, que había estado el año pasado, me sugirió llevar pastillas para dormir: lo hice, pero nada pudo combatir los efectos del jet lag, de este viaje transoceánico y transcontinental.

Una noche, en el techo del hotel de Calcuta, en medio de la entrega de placas, comidas, bebidas, cantos y bailes populares de la India, pudimos bailar algunos temas típicos de nuestros países de origen Y hasta los pasos de “La bilirrubina” de Juan Luis Guerra tuve que dar cuando la coordinadora me sacó a bailar para conjurar el agotamiento de las largas jornadas de lecturas y celebrar con fiesta, música y alegría.

En Delhi, aprovechamos una mañana y salimos a visitar la tumba del emperador Humayun (1508-1556 D. C.), un mausoleo-jardín de amplia extensión, de estilo islámico, con cúpula encebollada, que se conserva intacto. Es visitado por cientos de personas: se trata de cuatro templos –o largas estructuras– uno de otro, a quinientos metros aproximadamente. Es un museo-jardín de gramas muy limpias, y que, al entrar, uno siente la sensación de que se remonta a su época de gloria y esplendor. Al mirar hacia el cielo, pudimos ver halcones, milanos, cuervos y alcatraces sobrevolando. Ya por la tarde, nos llevaron a conocer el Victoria Memorial Hall, del Ministerio de Cultura, un edificio de mármol, majestuoso, de la época imperial, con amplísimo jardín de gramas verdes y gravillas, donde leímos poesía, en diferentes lugares y al aire libre, siempre atendidos por chicas muy jóvenes y simpáticas vestidas, con saris, de vistosos colores.

VII

Nuestra participación en la India fue posible gracias al apoyo de la Embajada de la República Dominicana y a su honorable embajador, don Francisco Comprés (de origen mocano como yo), un diplomático de carrera, que habla un inglés muy fluido, con gran experiencia en Reino Unido, Israel, India y Francia, y formidable conversador, quien me ofreció un almuerzo en un exquisito restaurante, en una plaza comercial, que parece como si estuviera en Miami, Nueva York, Chicago o Europa; también, gracias a la ministra consejera, Paola Torres, con experiencia diplomática en Argentina, Brasil, Colombia, México y Chile antes de llegar a la India, país del que me confesó está fascinada. Con ella pude conversar desde Claude Lévi-Strauss hasta Marc Augé o desde Eduardo Matos Moctezuma hasta Margaret Mead. De igual modo, mi gratitud a María Gil Burman, directora del Instituto Cervantes de Nueva Delhi, quien me dio un paseo por sus instalaciones. Se trata de un formidable espacio con auditorio, bibliotecas, oficinas y aulas para la enseñanza de la lengua española a nativos hablantes indios. Gracias a Isabel López y al poeta indio Subhro, por sus atenciones y acompañamientos. Y un abrazo a los demás poetas de la complicidad y el afecto, por hacer más ingrávidos los días y las noches de la India: a Laura Giordani, hispano-argentina; y a Felipe Juaristi y Raquel Santanera, catalanes.

Mi regreso fue el 2 de diciembre, vía Bombay (ahora se llama Mumbai), desde Calcuta; es decir: Calcuta-Bombay-Nueva York-Santo Domingo. Me despedí de la delegación en el aeropuerto de Calcuta con destino a Bombay. Nos abrazamos como hermanos en la poesía y la palabra, y nos deseamos suerte. Todos ellos iban Calcuta-Delhi-Abu-Dabi-Munnigh-Madrid. Cuando todos llegamos a nuestros destinos finales, avisamos vía WhatsApp y seguimos aún los intercambios de mensajes y fotografías. La India se queda en mi corazón y en mi mente. Hasta pronto.

Basilio Belliard

Poeta, crítico

Poeta, ensayista y crítico literario. Doctor en filosofía por la Universidad del País Vasco. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Premio Nacional de Poesía, 2002. Tiene más de una docena de libros publicados y más de 20 años como profesor de la UASD. En 2015 fue profesor invitado por la Universidad de Orleans, Francia, donde le fue publicada en edición bilingüe la antología poética Revés insulaires. Fue director-fundador de la revista País Cultural, director del Libro y la Lectura y de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura, y director del Centro Cultural de las Telecomunicaciones.

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