Hay libros que no se leen: se atraviesan.  Holzwege, escrito por Martin Heidegger (1889-1976) en 1950, es uno de esos.

No ofrece carreteras, ni rutas, ni una cartografía que calme al viajero. Son senderos de bosque que hacen las veces de caminos para los leñadores. Comienzan sólidos, se afinan, se extravían; a veces parecen retroceder y, en otras, desembocan en un claro donde la luz es distinta, más antigua. Y, no obstante, en ese extravío hay dirección.

De por sí, Heidegger no conduce: invita a perderse en esos atajos. Porque solo quien se desorienta deja de mirar con los ojos gastados y recupera el gesto primero: el de dejar aparecer lo que es.

1. El claro donde la verdad respira

Para Heidegger, la verdad no es una piedra. No es un dato, ni una figura estable. La verdad es más parecida a una brisa: viene, toca, roza, se retira. Y el hombre solo puede acogerla si aprende a no apropiarse de ella. Ninguna conciencia la puede retener.  Nadie la posee o la domina.

Durante siglos, Occidente olvidó eso. Cerró puertas y ventanas y se habituó a respirar un aire domesticado: la verdad entendida como exactitud, como correspondencia, como aquello que puede guardarse en un cajón.

Pero en el bosque la verdad no cabe en cajones. Se desliza entre los troncos. Se esconde detrás de la corteza. A veces, por unos segundos, se deja ver.

2. El arte: donde el mundo se libra luminoso

En uno de los senderos más atractivos del libro, Heidegger se detiene ante el arte. No para describirlo, sino para contemplar lo que allí acontece.

La obra de arte no representa: irrumpe. No ilustra: abre un mundo.

Un cuadro, una escultura, una tragedia antigua o un simple poema: todos instauran un espacio donde algo —que estaba oculto, mudo, apenas insinuado— llega a exponerse, a decirse. Pero nunca del todo. Siempre hay en la obra un resto, una resistencia, una opacidad: a eso Heidegger lo llama tierra; lo que sostiene el aparecer, pero no se entrega completamente.

La obra es entonces una herida abierta y luminosa: un desgarrón donde la verdad asoma sin agotarse.

3. La modernidad: el bosque convertido en mapa

Otro sendero nos lleva a un territorio inquietante: la época moderna. Aquí el bosque ha sido talado, cartografiado, reducido a cuadrículas. Ya no hay misterio; solo dirección, cálculo, disponibilidad.

El mundo se convierte en imagen; el hombre, en sujeto que sostiene esa imagen; y todo lo demás, en objeto. Objeto de objetos, deseos e intereses. La técnica moderna —dice Heidegger— no es el conjunto de máquinas, sino el gesto por el cual el mundo entero deviene recurso.

Y el peligro es este: que el hombre ya no sepa habitar, solo aprovechar o malgastar. Que pretenda retener todo en sus manos, como si fuese el agua que se le escurre. Que pierda la capacidad de escuchar lo que no sirve para algo, lo que brilla únicamente porque sí.

4. El lenguaje: la casa más antigua

Hay un sendero silencioso donde Heidegger se inclina hacia las palabras. Allí el bosque está casi inmóvil. El lenguaje no es un instrumento que el hombre agita a voluntad: es la casa donde el Ser nos permite entrar.

No hablamos desde afuera: hablamos porque el lenguaje nos llama, nos abre un lugar. Cada palabra bien dicha es un pequeño claro: algo queda suspendido, iluminado, vuelto respirable y admirado. Por eso el poeta —sobre todo Hölderlin— no es un decorador del mundo, sino su guardián: oye antes que nadie el crujido de lo que está por llegar.

Y así el lenguaje no es un medio: es la atmósfera.

5. Los griegos: donde todo estaba naciendo

Al final, Heidegger vuelve a los presocráticos. No por nostalgia, sino porque allí el bosque aún no había sido parcelado. En un fragmento de Anaximandro, escucha la respiración antigua de la justicia del Ser: no la justicia moral, sino el ritmo del aparecer y desaparecer. Cada cosa viene, ocupa su sitio por un tiempo, devuelve lo que tomó y luego se retira.

Presencia y ausencia son dos notas de un mismo acorde. El ser como don y retirada.

6. Y al final: lo único que podía decirse

Después de recorrer todos los senderos de Holzwege, el lector no obtiene una doctrina. Consigue algo distinto: una forma de estar en el mundo.

Heidegger, el controvertido filósofo, quiere que comprendamos que no somos los ingenieros del Ser, sino los huéspedes de un claro. Que nuestro papel no es dominar el bosque, sino escuchar sus crujidos. Que pensar no es fabricar conceptos, sino dejar que lo real nos hable, sin fuerza, al oído.

Los senderos del bosque no llevan a un destino; encaminan al gesto del caminar. A una atención más fina. A una manera de respirar el mundo con más asombro y menos pretensión.

El claro del claroscuro —ese instante en que la luz cae y algo se muestra en una de las sendas— es siempre breve. A veces instantáneo. Pero basta para cambiar, en nuestro bosque de leñadores, el modo de ser, de estar, de mirar y de compartir lo que es y lo que somos.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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