Desde los inicios de la lingüística moderna, se ha discutido la diferencia entre lenguaje, lengua y habla, una distinción heredada del estructuralismo saussureano que sirvió de punto de partida para la reflexión científica sobre lo humano. Sin embargo, hoy, en pleno siglo XXI, es indispensable revisar críticamente esa segmentación. Sostengo que en la vida real de los hablantes y, de igual modo, en los procesos de la inteligencia artificial generativa (IAG), tal división carece de operatividad. En esencia, todo texto y todo discurso no es otra cosa que lenguaje.
Ferdinand de Saussure, en su Curso de lingüística general, propuso diferenciar entre langue (lengua), parole (habla) y langage (lenguaje). Según él, “la lengua es un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias, adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos” (Saussure, 1916, p. 42). Esta triada fundacional ayudó a situar el objeto de estudio de la lingüística: la lengua como un sistema compartido. No obstante, esa diferenciación, útil en su contexto, funciona más como una abstracción metodológica que como un reflejo fiel de la experiencia humana con el lenguaje.
El hablante común, cuando se comunica, no distingue entre un sistema, una manifestación individual o una capacidad general. Para él, todo es lenguaje. La madre que aconseja a su hijo, el estudiante que escribe un ensayo, el político que pronuncia un discurso y el campesino que narra una historia: todos producen lenguaje en forma de textos y discursos. La segmentación estructuralista se vuelve innecesaria porque no existe en la conciencia ni en la práctica comunicativa cotidiana.
Consideremos un ejemplo sencillo: un grupo de jóvenes que conversan en la esquina de un barrio. Uno de ellos cuenta una anécdota, otro responde con una broma, y un tercero envía un mensaje de voz por WhatsApp. Según el esquema saussureano, deberíamos diferenciar entre la lengua —el español dominicano que comparten—, el habla —la manera particular de cada joven— y el lenguaje —la capacidad general—. Pero, ¿acaso los jóvenes piensan en tales divisiones? En la práctica, lo que existe es una sola realidad: lenguaje que se materializa en textos orales y escritos, en interacciones vivas y cambiantes.
La distinción estructuralista entre lenguaje, lengua y habla fue útil en su momento, pero hoy carece de vigencia práctica.
Otro ejemplo puede observarse en la protesta social. Cuando un ciudadano escribe un cartel que dice: “¡Queremos justicia!” y lo levanta en una marcha, ¿se trata de lengua, de habla o de lenguaje? La fuerza de ese mensaje no admite tal división. Lo que tenemos frente a nosotros es lenguaje en estado puro: un texto cargado de sentido, capaz de transformar conciencias y de movilizar a toda una comunidad.
La emergencia de la inteligencia artificial generativa confirma también esta perspectiva. Las máquinas no distinguen entre lengua, habla y lenguaje: producen texto. Cuando un sistema genera un ensayo, un poema o una conversación, lo que entrega al usuario es un cuerpo discursivo. No importa si lo hace en inglés, en español o en otra lengua; el producto siempre es texto, y ese texto es lenguaje. Si aplicáramos la triada saussureana a la IAG, caeríamos en un callejón sin salida. ¿Cuál sería la lengua? ¿El código estadístico interno? ¿Dónde estaría el habla? ¿En la interacción concreta? Tales preguntas pierden sentido porque la IAG, como los hablantes humanos, solo opera mediante la producción y la interpretación de textos.
En este sentido, el texto es la verdadera concreción del lenguaje. Un saludo, una receta de cocina, una novela, una conferencia académica o un meme de redes sociales: todo es texto. Y todo texto, en tanto vehículo de significados compartidos, es lenguaje. La escuela estructuralista buscó dividir para estudiar, pero la realidad comunicativa nos invita a integrar. Cada vez que escribimos un correo electrónico o que participamos en una conversación digital, lo que se pone en juego no es una abstracción separada entre lengua y habla, sino lenguaje vivo, actual, histórico.
El reto contemporáneo consiste en asumir el lenguaje como totalidad. Los hablantes y las tecnologías no procesan compartimentos, sino unidades de sentido. De ahí que toda producción discursiva, desde la más simple hasta la más elaborada, deba entenderse como lenguaje en acción. Esta postura no niega el valor histórico del estructuralismo; reconoce su aporte inicial, pero propone superarlo en aras de una visión más ajustada a la vida. Tal superación es urgente en un mundo donde la comunicación es inmediata, digital y multimodal. Cuando un joven sube un video a TikTok, mezcla palabras, gestos, música e imágenes. ¿Cómo clasificar esa realidad dentro de la rígida triada saussureana? Resulta imposible. Lo único coherente es afirmar que lo que tenemos es lenguaje.
La distinción estructuralista entre lenguaje, lengua y habla fue útil en su momento, pero hoy carece de vigencia práctica. En la vida real de los hablantes y en la producción textual de la inteligencia artificial generativa, todo se resume en un hecho innegable: todo texto es lenguaje, y todo discurso es, en esencia, lenguaje. Por tanto, más que dividir, debemos integrar. El camino del estudio del lenguaje en el siglo XXI es reconocer la centralidad del texto como su manifestación concreta y su unidad esencial. Solo así comprenderemos plenamente el poder creador, transformador y unificador del lenguaje en nuestras sociedades.
Espero, con este breve ensayo, haber podido responder a mis maestros, colegas y estudiantes de lingüística; sobre todo, a quienes, tras leer mis escritos, no dejan de decirme por los pasillos de la UASD que no conozco "el estructuralismo, ni la lingüística científica, que confundo el lenguaje, el cual no se habla, ni se escribe por ser una capacidad únicamente humana; y que la lengua es el sistema y que el habla es el uso concreto de una lengua y que el lenguaje es la capacidad únicamente humana". Sí, leí todas esas teorías hace más de 20 años junto al inolvidable profesor Celso Joaquín Benavides García, en los textos fundacionales y también en otros manuales recientes. Empero, el maestro me enseñó a cuestionarlo todo, a no dar nada por bueno y válido sin antes someterlo al escrutinio, al laboratorio de la experiencia y la razón. ¡Enhorabuena!
Compartir esta nota