La enorme ventaja de los escritores malditos es que su palabra se perpetúa a través del tiempo y continúa latiendo en el cuerpo social muchos años después de haber surgido, manteniendo intacta su carga de crítica existencial, social y política. Tal es el caso de Oscar Wilde, novelista y dramaturgo inglés virtuoso, que escandalizó a la sociedad victoriana del Londres del siglo XIX por sus posturas irreverentes ante los valores superficiales y la hipocresía moral de su época.
Ha sido una notable experiencia asistir a las funciones de La importancia de llamarse Ernesto, en el siempre acogedor Teatro Lope de Vega,
La pieza ya había sido montada en 1974 por Alta Escena bajo la dirección de Bienvenido Miranda (una producción que tuvimos oportunidad de ver en la Sala Ravelo).
Esta nueva aproximación destaca especialmente por permitirnos disfrutar del trabajo actoral de talentos emergentes, jóvenes figuras que reafirman con entusiasmo su vocación por una actuación trascendente, comprometida y de evidente crecimiento artístico.
La compañía teatral Pesti Desperado presentó su primer proyecto en el Teatro Lope de Vega, dejando claro que el escenario dominicano posee figuras nuevas que garantizan la continuidad y el futuro del oficio. Con una adaptación situada en nuestra realidad, los protagonistas Anderson Mojica, Onayra María, Jacobo Carrasco, Dalma Cruz, Paola Mejía y Tanishkal Herrera nos condujeron nuevamente a esa mágica relación que solo el teatro sabe provocar: la complicidad entre ficción y vida.
Anderson Mojica, a quien hemos visto en cine (Liborio – Eleuterio; El vendedor de arte – Paul; Rafaela – El Montro; Perejil – Militar trujillista), impresiona por su dominio y presencia escénica, mientras que Jacobo Carrasco, con su impronta afroamericana, aporta una tonalidad caribeña grácil y cercana a sus parlamentos, un matiz que enriquece la lectura de la obra.
El elenco femenino, formado protagónicamente por Dalma Cruz, Paola Mejía y Tanishkal Herrera, demuestra profesionalismo en sus caracterizaciones, adentrándose con convicción en la piel de sus personajes y ofreciendo una actuación de conjunto sólida y coherente.
En algunos momentos, y sin afectar en exceso el ritmo general, se perciben leves tropiezos en el fraseo de ciertos actores, lo que podría atribuirse al vértigo natural de una primera función. Sin embargo, estas irregularidades no comprometen el clima escénico ni interfieren en el rapport que se establece entre talentos y público.
La escenografía, operativa, sugerida y simbólica, se ve obligada a moderarse por lo reducido del espacio, pero aun así cumple con su cometido de situarnos en el universo de Wilde sin estridencias.
La nueva compañía Pesti Desperado sale del escenario con donaire profesional por la puerta grande, mérito que debe reconocerse a su director, a sus intérpretes y al equipo técnico que acompaña esta apuesta. El mensaje de la pieza se expresa mediante un humor inteligente y una ironía afilada. La importancia de llamarse Ernesto funciona aquí como un aviso prometedor: el anuncio de un teatro joven que empieza a dejar huellas de su deseo de impecabilidad interpretativa.
Una pieza con historia
La obra se estrenó en España el 3 de octubre de 1919, en el Teatro de la Princesa de Madrid, con Navarro, Camino Garrigó, Concha Zeda y Mercedes Sampedro encabezando el reparto. La importancia de llamarse Ernesto es una célebre comedia de Oscar Wilde, escrita en 1895 en Londres como una sátira brillante sobre la hipocresía victoriana, las dobles vidas y la superficialidad social.
En ella, el nombre “Ernest” (Ernesto) juega con el adjetivo “earnest” (serio), exponiendo la obsesión de la época con las apariencias y cuestionando la autenticidad. Es una obra representada en múltiples escenarios del mundo, conocida por su aguda crítica a las convenciones y por personajes atrapados en identidades falsas para alcanzar el amor y la libertad.
La trama relata la historia de dos caballeros, Jack y Algernon, quienes inventan un hermano ficticio llamado Ernest para escapar de sus obligaciones y vivir aventuras amorosas tanto en la ciudad como en el campo. Ese juego de máscaras deriva en confusiones deliciosas y en revelaciones que giran en torno a la identidad, la verdad y el “ser”.
Es un clásico por su diálogo ingenioso, por la mordacidad de su crítica social y por su exploración de la doble moral, demostrando que la supuesta “importancia de llamarse Ernesto” no es más que la trivialidad de las convenciones sociales frente al valor inmutable de la autenticidad
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