Si hacemos filosofía no como profesión para “matar el tiempo”, sino para “aprender a vivir”, entonces Montaigne, el padre del ensayo literario, también fue un filósofo, de un pensamiento vivo, pues nos enseñó a filosofar para vivir, o para “prepararnos para morir”, como para coincidir con Cicerón, una de sus influencias. Es decir, el francés postuló la vida como aprendizaje y la filosofía, en tanto vía para acceder a la verdad, como experiencia de vida. “La filosofía es la que nos enseña a vivir”, sentenció. Por lo tanto, Montaigne fue un filósofo, como bien nos demuestra André Comte Sponville, aunque dijera en su ensayo “De la vanidad” (Libro III): “No soy filósofo: los males me abruman según su peso; y pesan tanto según la forma como según la materia, y a menudo más”.

No importa que no se reconociera como filósofo, pero la profundidad de sus reflexiones y la vastedad de su pensamiento lo denuncian y definen como tal. De ahí su humildad o el respeto que le tenía a la condición del filósofo; acaso por esa razón se consideraba un no-filósofo. Más bien, fue una distancia práctica, ética, de respeto a la sabiduría. Quizás porque no se sentía vivir como un filósofo. O como un sabio, a la manera de Sócrates, Epicuro, Zenón, Platón o Tales. En efecto, no se sentía filósofo porque era un escéptico. Creía que, siendo un filósofo escéptico, podría pensar mejor.

En síntesis, Montaigne fue un ensayista-filósofo, un pensador de la intimidad y de la utilidad, un consejero del alma. Dice Comte-Sponville: “Montaigne acepta no ser un sabio, y es la única sabiduría probablemente que no miente, la única, en cualquier caso, que nosotros podemos vislumbrar sin mentir ni soñar”. Leer los ensayos de Montaigne nos revela a un sabio, acaso no a un filósofo sistemático, sino a un escritor que funda el ensayo literario, personal, como vehículo para circular las ideas y argumentar sobre los grandes temas del hombre. Concibió la filosofía como una forma de estar en el mundo, es decir, como una ética de vida. Desconfió de la filosofía como profesión de fe del pensamiento. No escribió sobre libros o autores: buscó la sabiduría en la contemplación; también, en las obras de sus maestros de la clasicidad greco-latina. De modo que fue un filósofo de los grandes asuntos humanos sobre los que ofreció sus puntos de vista. Así pues, escribió sobre la tristeza, la firmeza, la cobardía, la ociosidad, los mentirosos, el miedo, la pedantería, la amistad, los hijos, la moderación, la soledad, la edad, el dormir, la embriaguez, la ejercitación, la conciencia, los libros, la crueldad, la gloria, la presunción, la ira, la virtud, la holgazanería, la diversión, el arrepentimiento, etc.

Dedicó su vida a pensar y escribir para comprenderse a sí mismo, sin adscribirse a ninguna escuela de pensamiento filosófico o doctrina ideológica.

Solo escribió sobre Demócrito, Heráclito, Julio César, Étienne de la Boetie (su amigo ido a destiempo, y fuente de inspiración de sus Ensayos), Virgilio, Séneca, Cicerón y Plutarco. Como se ve, escribió poco sobre personas, y más acerca de temas. Y menos sobre pensadores griegos que sobre romanos. Según Comte-Sponville: “Para Montaigne, la filosofía es siempre filosofía aplicada: a la muerte, al amor, a la amistad, a la educación de los niños, a la soledad, a la experiencia… No hay filosofía pura: solo se puede filosofar a propósito de otra cosa, y esta es la filosofía verdadera, o bien filosofar a propósito de la filosofía, y esta es la filosofía de las escuelas o de los pedantes”. Acaso esta sea otra razón para que Montaigne no se asumiera como filósofo, pues concibió la filosofía como instrumento para pensar temas filosóficos. Es decir, como una aplicación práctica de la filosofía para tratar aspectos de la vida humana, del espíritu, del mundo y de la sociedad. Optó por Sócrates, en vez de Platón y Aristóteles. Prefirió a los latinos Plutarco y Séneca. Platón le aburría y a Aristóteles lo hallaba oscuro. Prefirió buscar el conocimiento en sí mismo antes que en filósofo alguno. “Me estudio a mí mismo antes que cualquier otro tema. Es mi metafísica, es mi física”, sentenció. “Soy yo mismo la materia de mi libro” –advirtió en su nota Al lector–, acaso como una poética de sus ensayos, y una manera de decir que sus argumentos son personales y autobiográficos.

Para este sabio, ciencias humanas y naturales no reñían con la filosofía. Amén de que tenía claro el sentido etimológico de la filosofía como “amor a la sabiduría”. Creía, además, que la filosofía, entre las demás disciplinas, nos “enseña a vivir”. No redujo tampoco el concepto de filosofía a la metafísica, la teoría del conocimiento, la filosofía moral o política. “Filosofar es aprender a vivir, no a morir”, dijo. Abogó, como el hedonista Epicuro, por la alegría de vivir y la felicidad, en aras de disipar la tristeza. Y esto se alcanza a través de la filosofía: solo ella nos enseña a prepararnos para la muerte, entendida esta como parte de la vida. Hay en Montaigne una especie de epicureísmo heterodoxo que reside en la filosofía de vivir felizmente, lúdicamente.

Montaigne, como buen filósofo, compara la poesía con la filosofía, su madre nutricia. “La filosofía no es más que una poesía sofisticada”, dijo. De ahí que leyera a los poetas latinos –a quienes citaba– y que amara a la poesía. La filosofía no miente, pues se fundamenta en la sinceridad y la verdad. Nació de la poesía y duermen en habitaciones contiguas. Viven en una histórica querella, pero se atraen y se retroalimentan, recíprocamente.  En ese sentido, Montaigne, aunque escéptico, creía en la verdad de la filosofía: la amó, y por tanto fue un filósofo moral, que buscó la verdad en el pensamiento. Predicó ante todo el amor a la verdad, y esto le confiere grandeza moral y pedagógica a sus Ensayos. Fue un relativista, y ese relativismo conceptual y ético le impidió caer en los laberintos del escepticismo, el nihilismo o el dogmatismo. En tal virtud, fue un humanista, cuyos ensayos merodearon en la psicología, la etnología, la antropología y la historia, por lo que puede ser, a un tiempo, un pensador inclasificable: un psicólogo, un etnólogo, un historiador, un antropólogo o un filósofo.

Montaigne, en su época, fue un combatiente de los dogmatismos y los fanatismos religiosos y políticos (se opuso a la conquista y colonización del Nuevo Mundo). De ahí su actualidad como intelectual crítico de la intolerancia, al igual que Voltaire. Defendió la filosofía moral como arma en la búsqueda de la felicidad, en el marco de la verdad. Sus ensayos son, así, una lección de vida, sabiduría y autenticidad. Para un intelectual y un filósofo, leer los Ensayos de Michel de Montaigne es un imperativo ético y existencial. Concibió el filosofar como un placer vital, y de ahí que sintamos un estado de placer al leer sus Ensayos, y, desde luego, un placer de vivir, ya que Montaigne nos enseña no solo a vivir, sino, desde luego, a pensar. Este sería el mayor elogio a la filosofía como estilo de vida y de pensamiento. Nietzsche lo dijo mejor sobre Montaigne: “¡Verdaderamente, que un hombre semejante haya escrito ha aumentado el placer de vivir en esta tierra!” Espero que los filósofos lean a Montaigne como un filósofo, y que los nietzscheanos lo hagan éticamente.

La gran desgracia de un autor es que se vuelva un clásico, pues deja de leerse, se fosiliza, y solo se lee en clases. O por algunos iniciados. En este pozo cayó, desdichadamente, Miguel de Montaigne. Se le niega su condición de filósofo, y por eso no entra en el canon, ni en la tradición del pensamiento occidental. Tampoco es un autor de moda ni aun en Francia, como Proust, Descartes o Camus. Si Montaigne acusa un bajo índice de lectura, se debe a que fue un filósofo, y esta sentencia ahuyenta a los profanos; tampoco fue un filósofo sistemático, y esto espanta a los especialistas. En efecto, es el autor que todo el mundo admira, pero que pocos leen. Acaso si hubiera escrito novelas, habría sido más leído, como Cervantes. O si hubiera escrito tratados como Marx o Hegel. O si hubiera escrito fragmentos y aforismos como Pascal o Nietzsche. Así pues, no fue ni un aforista ni un tratadista, sino el inventor de un género moderno, el ensayo, como Cervantes, con la novela. Pero como buen francés, no supo escribir tratados, como los pensadores alemanes, y optó por dejar un legado literario de lectura de cabecera, que se lee como una novela de ideas. Sin embargo, si la lengua inglesa tiene su Shakespeare, la alemana su Goethe, la española su Cervantes y la italiana su Dante, la francesa tiene su Montaigne. No al dramaturgo, ni al novelista, ni al autor épico, sino al del ensayista literario, inventor de un género, que no nace de la epopeya, como la novela cervantina, ni del teatro, ni de la poesía lírica, sino de su propio talento inventivo y creador, acaso del género confesional. Era natural que no naciera de Aristóteles, por su espíritu de sistema. Pero debió partir de los Diálogos platónicos, de las Cartas de Séneca, de los Discursos de Cicerón o de las Vidas de Plutarco (que devinieron en el género de la biografía), pues fueron sus grandes influencias.

Montaigne fue un artífice del lenguaje, y también, ¿por qué no?, del pensamiento literario. Si se le regatea su condición de filósofo, es porque filosofa a la manera antigua. Y eso se debe, a mi juicio, a que solo leía a los clásicos antiguos. Sus temas son universales, pero su prosa es clásica. Los historiadores de la filosofía han condenado a Montaigne al ostracismo porque acaso representa la mala conciencia del filósofo clásico y moderno. “Montaigne es de cualquier época, o de ninguna, y si los historiadores de la filosofía no lo quieren en absoluto, es porque les quita la razón, casi siempre, y desenmascara lo sórdido de su oficio”, dice André Comte Sponville, en Montaigne y la filosofía. Los historiadores del pensamiento filosófico lo consideran un literato, una forma eufemística de situarlo no en la tradición filosófica, sino en la tradición literaria. Es decir, lo visualizan como un escritor, pues no fue sistemático, y los escritores lo definen como un filósofo, ya que no escribió poesía, ni novela, ni cuento, ni teatro. “Leer a Montaigne es, por el contrario, reconciliarse con la pulsión de vida, es decir, con la vida en sí misma y, por consiguiente, con la filosofía”, apunta Comte-Sponville. Montaigne fue un sabio que no aspiró a la sabiduría; tampoco a la ciencia, sino a la sapiencia. Su escepticismo ético se lo impedía. Aprendió bien la lección del apotegma latino que reza: “Primo vivere, deinde philosophare”.

En realidad, para Montaigne, filosofar consiste no solo en pensar, sino en vivir. Y saber vivir es verdaderamente aprender a filosofar. En esto radica el arte de la vida. O la filosofía en sí, más allá de toda ideología o corriente filosófica determinada. Para el padre del ensayismo, la vida es un oficio y un arte. Asumir la vida como un arte es la clave de la filosofía verdadera. Su monumental obra ensayística es un elogio a la vida. Su “oficio de vivir” es una búsqueda de la verdad. Desde su castillo puso la filosofía al servicio de la vida, pues para él el objeto de estudio de la filosofía es la vida misma. Ni ateo ni creyente, Montaigne, más bien, merodeó entre un saber laico, entre el escepticismo y el estoicismo, ambos de corte heterodoxo. Si no fue un pesimista ortodoxo, es porque se aferró a una esperanza sombría, que aprendió del acto de filosofar con prudencia. Vivió así entre Lucrecio y Séneca, es decir, entre la filosofía poética y el estoicismo moral.

Amor a la sabiduría es amor a la felicidad, y apuesta por la vida del espíritu. La búsqueda de la sabiduría es búsqueda de la verdad, desde la experiencia de la felicidad. Amor y sabiduría se cruzan en el camino de la vida. Su pensamiento fue paradójico, pues apostó por la alegría de la vida sin olvidarse de la angustia de la muerte. Vivió entre la esperanza y el pesimismo. “Un espíritu preocupado por el futuro es desgraciado”, dijo, citando a Séneca. “Siempre abiertos a las cosas futuras…, no estamos nunca en nosotros, siempre estamos más allá. El temor, el deseo o la esperanza nos empujan hacia el porvenir… Cada uno corre hacia otra parte y hacia el futuro, mientras que nadie ha llegado a sí mismo”, afirmó. De modo, pues, que Montaigne, si bien fue un pensador de la vida, también lo fue de la muerte. Vivió entre ambas un aprendizaje: alegría y dolor, felicidad y esperanza. Sobre la muerte dijo: “La meta de nuestra carrera es la muerte, el objeto necesario de nuestro objetivo; si nos asusta, ¿cómo es posible dar un paso adelante sin enfebrecer?” Para este sabio, la meta de la vida para combatir la desesperanza descansa en el goce, la paz y la alegría de vivir. “Vivir, como hacía él, en la absoluta proximidad de la muerte, es vivir en la verdad de esta vida, que no es aguardar o esperar, sino actuar y gozar. Filosofar es aprender a vivir, y a morir, solo por el hecho de que la muerte forma parte de la vida”, afirma André Comte-Sponville.

Para Montaigne, la sabiduría es una vanidad del pensamiento. De ahí la moral de su saber y su lección de vida. Como tal, se deduce que fue un maestro, pues trascendió la filosofía por la vitalidad de sus juicios.

Michel de Montaigne fue un antimaquiavélico, ya que se opuso al principio del Príncipe de que: “El fin justifica los medios”. Crítico de la arrogancia y el lujo, hizo de la humildad profesión de fe. No creyó en los absolutos, pues era un relativista, y de ahí que creyera en el carácter inestable y cambiante de la verdad.

Montaigne se retira –a una torre de un castillo feudal–, a los 38 años, de la vida burocrática y civil de Burdeos para escribir sus Ensayos y buscar así el reposo de su alma: encontrarse a sí mismo y conocerse. No creyó en su yo cuando era hombre público, sino cuando se ensimismó en la lectura, la contemplación y la escritura solitaria. Tenía la convicción, más bien, de que el hombre se realiza al entregarse al ocio intelectual. Fue su ética de vida y de principio. Huyó así de la función pública para leer y dialogar con los autores clásicos latinos, de cuyos libros extrajo centenares de frases que colocó en su estudio. Fueron sus ángeles guardianes y sus dioses tutelares.

Escribió para disipar la soledad y la enfermedad espiritual de la voluntad melancólica, la asedia y la depresión. El refugio en la lectura le sirvió para aplacar la soledad, y la escritura para disipar la angustia y combatir sus demonios interiores.

“Montaigne decidió llevar las cuentas de sus pensamientos y sus delirios para poner orden en ellos y recuperar el control de sí mismo”, dice Antoine Compagnon, en su libro Un verano con Montaigne. Y sigue diciendo el crítico francés: “En definitiva, al buscar la sabiduría en la soledad, Montaigne rozó la locura. Se salvó, curado de sus fantasmas y alucinaciones, anotándolas. La escritura de sus Ensayos le proporcionó el control de sí mismo”.

No importa que no se reconociera como filósofo, pero la profundidad de sus reflexiones y la vastedad de su pensamiento lo denuncian y definen como tal.

Montaigne fue un apologista de la caminata a caballo, del arte de viajar trotando. Meditaba y contemplaba en soledad para pensar y escribir. Sentía placer paseando a caballo para buscar la meditación, el dinamismo y el equilibrio del cuerpo y el espíritu. Si Aristóteles y Nietzsche pensaban caminando, y Octavio Paz poetizaba caminando, Montaigne pensaba cabalgando a lomo de su caballo. “Si yo pudiera elegir mi muerte, la elegiría antes a caballo que en un lecho”, afirmó el padre del ensayo. El sueño de Montaigne consistió en encontrar su muerte viajando a caballo. Era su filosofía existencial.

Admirador de Erasmo de Rotterdam, como buen renacentista, Montaigne tenía más fe en la pluma que en las armas, y de ahí que abogara por la paz mundial y el silencio de la guerra. Esto no quiere decir que no fuera un hombre de acción, pero su accionar descansó en el ejercicio de la palabra, las letras y el pensamiento. Su retórica de la paz tenía la fuerza persuasiva de las ideas en la búsqueda de la libertad y la justicia.

Al ser un defensor de las costumbres y de las tradiciones culturales, podría decirse que fue un conservador, pero su conservadurismo fue escéptico. Buscó, en efecto, la identidad de sí mismo y la encontró en el otro. Descubrió así la “dialéctica del sí mismo y el otro”, al decir de Compagnon. Acaso su retiro a un castillo no fue para alejarse de los otros, sino para encontrarse consigo mismo. No fue un rechazo a los demás, sino, antes bien, para percibirlos mejor. Dedicó su vida a pensar y escribir para comprenderse a sí mismo, sin adscribirse a ninguna escuela de pensamiento filosófico o doctrina ideológica. Su trayectoria vital fue una conjunción o simbiosis entre su yo y el otro. Dudó siempre, eso sí; tampoco vaciló entre la melancolía y el humor, lo que lo hace ser aún más humano, más cercano y carnal. Su dubitación lo hizo conocerse más a sí mismo. Escribió, pues, para atenuar el tedio, como una manera de distracción contra la enfermedad de la melancolía voluntaria, tan cara al espíritu filosófico y al genio.

Basilio Belliard

Poeta, crítico

Poeta, ensayista y crítico literario. Doctor en filosofía por la Universidad del País Vasco. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Premio Nacional de Poesía, 2002. Tiene más de una docena de libros publicados y más de 20 años como profesor de la UASD. En 2015 fue profesor invitado por la Universidad de Orleans, Francia, donde le fue publicada en edición bilingüe la antología poética Revés insulaires. Fue director-fundador de la revista País Cultural, director del Libro y la Lectura y de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura, y director del Centro Cultural de las Telecomunicaciones.

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