En Édouard Manet ( 1832 –1883) hallamos la contradicción o controversia interior del artista respecto a los cánones estéticos enfrentados en el contexto de la determinación que sobre éstos ejerce la cultura dominante de la historia, por un lado, y la subversión antihegemónica del arte, por otro. La pintura de Manet traduce el espíritu de los escritores malditos; por algo fue amigo de estos. Malditos porque el infierno lo podíamos encontrar en sus almas y cuya revelación operaba a través del arte que oficiaban.
Manet creó su propia técnica, partiera de donde partiera. De él se partió en el impresionismo, pero no como propuesta suya, sino de Oscar-Claude Monet (1840 –1926), quien entreviera en Manet aquel ideal estético revolucionario. La ruptura radical y total con el academicismo fue un amago en muchos pintores antes del impresionismo.
El hecho de que las pinturas de Manet fueran objeto de estudio e interpretación por parte de teóricos e intelectuales de su época, evidencia la riqueza de su obra, aunque muchos criterios sobre ella estuvieran equivocados.
Pese a todo lo nuevo de Manet, su pintura fue y es su mirada hacia el pasado desde donde retorna al presente sin ir más allá del amago, o, igual, una artista que niega, con su boca, su propia obra, su aporte de novedad, o, a lo más, quien establece la política de la negación de su aporte con retórica que satisfaga a la propia ideología conservadora, como forma de que la estética conservadora burguesa no reprima su arte, lo cual podía llegar, incluso, a marginarlo de los propios círculos privilegiados de esa burguesía. Por tal la aventura impresionista, propia del futuro, no podía hallar en él a su más fiel preconizador, incluso, pese a haber sido la pintura de Manet el espacio donde Monet vislumbrara tal aventura.
Manet mantuvo doble actitud o posición ante el arte, tanto encontradas como irreconciliables: hacer lo nuevo o complacer a la tradición, al academicismo, lo mismo que con relación al sexo y las mujeres. Se podría decir que fue artista de doble moral, una que aparentaba y otra que soterradamente ejercía, pero las dos su práctica existencial. De este ser contradictorio, ambiguo, y hasta doble vida, emergía el artista que se batía entre prejuicios sociales, políticos, estéticos, filosóficos y sexuales. Un artista que de haber sido franco, resuelto y de cara al sol como el que triunfó en la personalidad de Monet, hubiera tenido mayor gloria. No es que Monet nunca tuviera sus ambivalencias y titubeos, pero en él logró imponerse el espíritu revolucionario y radical, lo que se muestra en el tipo de obras que enviaba a los concursos convocados por el oficialismo académico, las cuales eran realizadas intencionalmente no sólo para escandalizar, sino para enfrentar a la tradición oficial y académica. No así procedía Manet. Al respecto dice Molins: “La discreción de Manet era tan absoluta como lo era su deseo de obtener los favores del público y de la crítica. Pretendió siempre evitar el escándalo, anhelando, a pesar del papel que le corresponde en la historia del arte, el éxito social y, sobre todo, artístico. Manet buscaría tenazmente un reconocimiento académico que sólo le llegaría al final de su vida, y de una manera vergonzosa, con una medalla de segunda categoría en el salón de 1881,…”, ¡y por una obra menor!
Este reconocimiento dado a Manet fue indudablemente una mofa de quienes nunca lo admitieron en el parnaso de la oficialidad. En efecto, fue corolario ridículo para el artista brillante que persigue reconocimiento de una oficialidad que en verdad se burla del verdadero talento, porque precisamente carece de él y el poder que ostenta lo usa en ese sentido.
A diferencia de su trato con grandes y reconocidos intelectuales y artistas como Baudelaire, Proust, Zola, etc., Manet mantuvo oculta su relación con Susane Leenhoff durante muchos años, y de por vida la existencia del hijo que tuvo con ella, a quien declara con apellido de un padre inexistente y a quien el artista –¡oh ruina de los remordimientos, de la contradicción y la miseria humanas!- lo pintara en muchas obras. Hasta sus propios amigos artistas no sabían de unos hechos (casamiento en secreto, etc.) que son de común conocidos en el entorno cercano de la vida de una persona cualquiera.
Hay que entender que Manet, a pesar de su ingenio y cultura, careció de la voluntad necesaria para enfrentar (quizás por temor o quién sabe diablos por qué bejucales psicológicos), los prejuicios y parámetros culturales de una sociedad burguesa con características de fría estatua y demás síntomas de la simulación, la doble moral y la mediocridad existencial. Perteneciente a esa clase, deseaba ser reconocido entre ella y por ella, lo cual se divorciaba tajantemente de la aventura radical y nueva a que era llamado por su propio talento y los espíritus más fogosos del grupo de artistas que frecuentaba. Por eso, pese a ser más un artista maldito, se preocupaba más “por la respetabilidad más digna de un funcionario público que de un artista maldito”. Es posible que este talante sea propio de la influencia de Baudelaire sobre él, pero también de otros tantos artistas e intelectuales de la burguesía de entonces. En definitiva, era lo que él era. Era quien quería ser y no quería ser.
Parece curioso el aspecto inverso que se da entre Manet y Monet: mientras que en el primero el espíritu se resistía a la llamada del arte a romper las trabas de los prejuicios, tabúes y entresijos de la doble moral de la sociedad burguesa, el otro rompía tales ataduras en pos de su definición o perfil definitivo de artista totalmente radical y revolucionario.
Manet constituyó un puente esencial para llegar al impresionismo. Fue el puente entre los precursores de este estilo (Velásquez, Goya, Turner, etc.) y los impresionistas como tales. Pero no lo valoró. Su mano fue la cuna donde la lengua de su pincel blasfemó estertores formales contra el academicismo tradicional de entonces, pero él negó la paternidad (más bien la abuelidad) de la nueva corriente, igual como hiciera con su hijo biológico. Negó, en público, ser artista contrario a la tradición (lo que a su vez contradecía su obra misma) para desligarse de un estilo que en su criterio lo avergonzaba y lo cualquierizaba ante su “respetable y honorable estirpe” (recordemos la actitud despectiva que se sentía hacia los impresionistas, con cuyo sentido nació el propio término). Sin embargo, la historia da a otros hombres la oportunidad de hacer lo que unos no hicieron, ya por flojera, genuflexión, negligencia o lo que fuera. Y Monet fue el hombre, el artista en cuya voluntad se fraguó la gloria de una nueva aventura no intuida jamás sino por una reducidísima cantidad de artistas predecesores. Él (Monet), Renoir, Sisley, Pissarro, Morisot, Degas y otros lograron lo que sus precursores apenas intuyeron (y Manet no alcanzó, pese a vivir el momento decisivo de la nueva estética): el vuelo radical del arte pictórico, el rompimiento tajante de las cadenas o bozales del precepto que no le permitían volar por los cielos del más allá. Desde entonces el arte pictórico fue definitivamente otro y con él, las otras artes.
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